Jean-Jacques Rousseau nació en Ginebra, Suiza, el 28 de junio de
1712, hijo de un maestro artesano relojero y cuya madre falleció a los pocos
días de su nacimiento.
Las concepciones de este filósofo respecto al hombre y la sociedad
difieren en algunos aspectos sustanciales del resto de los filósofos
ilustrados, pero sus planteamientos respecto a que la igualdad de los hombres
solo puede ser asegurada por una suprema norma de justicia social y el
cuestionamiento a la propiedad privada como fuente de privilegios, harán que la
etapa más radical de la Revolución Francesa abrevara de sus concepciones como
fuente de inspiración.
El “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres” y
el “Contrato Social” son sus obras más emblemáticas de este pensamiento.
“Discurso sobre el origen
de la desigualdad entre los hombres”
Presentado en un concurso auspiciado por la Academia de Dijon (1753),
se busca analizar la humanidad moderna e ilustra históricamente su alienación[1]. No
solamente los vicios particulares, como la hipocresía y el amor propio, sino la
raíz profunda, es decir, la causa de aquella mistificación total de las
relaciones y de los sentimientos, de los que se recogen los frutos en la
sociedad contemporánea: de donde los hombres viven fuera de sí, exclusivamente
en la opinión ajena, esclavos del dinero, de las convenciones, de sus mismas
ambiciones y, recíprocamente, uno del otro.
La causa próxima de todo ello es la desigualdad jurídica y
económica, la cual, a su vez, se liga a causas más remotas en la historia de
los hombres.
Al multiplicarse las necesidades humanas, el refinamiento de las
costumbres y de los gustos, las intrincadas redes de las relaciones sociales y
civiles, en suma, todo lo que los filósofos definen como “progreso”, es la
verdadera causa de la infelicidad humana, ya que se aleja totalmente de su
condición inicial “natural” no contaminada por los vicios modernos.
El hombre, por naturaleza, no solo tiene bondad sino también un
rudimentario amor por sus semejantes. El “amor de si mismo” original es un instinto
legítimo de conservación, que no obstaculiza el surgimiento de las
inclinaciones sociales; solamente cuando degenera en “amor propio” (egoísmo),
en un estadio más tardío del desarrollo socia, bloquea toda comunicación entre
los hombres y los convierte en esclavos recíprocamente. La sociedad no se fundó
inicialmente en base a un acuerdo, sino que se formó naturalmente sobre la apretada
trama de las necesidades, de los sentimientos, de las pasiones que ligaron a
los hombres en grupos.
En tal sentido, el verdadero factor corruptor es el instinto de
codicia y de rapiña del que nace la propiedad privada:
“El primero que cercó un terreno y declaró esto es mío, y halló
personas tan simples que le creyeron, fue el verdadero fundador de la sociedad
civil. Cuántos delitos, guerras, asesinatos, miserias y horrores habría
ahorrado el género humano aquel que, rompiendo el cerco y llenando la fosa,
hubiera gritado a sus semejantes: ¡no escuchéis a este impostor; si olvidáis
que los frutos son de todos, y la tierra de nadie, estáis perdidos!”
Es que la verdadera felicidad fue gozada por los hombres en un breve
período. Luego, la división del trabajo, las artes, la industria y la
agricultura, dividieron la sociedad en explotadores y explotados, amos y
esclavos, ricos y pobres.
Como sostiene en el artículo “Economía Política”, aparecida en el
quinto volumen de la “Enciclopedia”, el pacto social que muchos identificaban
como la justificación de las desigualdades sociales, se resumía en:
“Vosotros tenéis necesidad de mi, porque yo soy rico y vosotros sois
pobres; entonces pongámonos de acuerdo: permitiré que tengáis el honor de
servirme, a condición de que e deis lo poco que os resta por el esfuerzo que me
demandará comandaros”
Por eso es necesario un auténtico pacto social, que reconcilie a la
humanidad consigo misma y consienta realizar en la historia el ideal del
“estado de naturaleza” original del hombre.
Contrato Social
Lejos de poder atribuir a Rousseau una intención de proponer un
regreso a las tinieblas de la prehistoria, él entiende que se puede recuperar
las condiciones originales de pureza e inocencia a través del consenso de las
voluntades libres. Las que deberán reemplazar a los poderes impuestos por la
violencia, por el avasallaje, por la autoridad paterna y por el derecho divino.
En el “Contrato social, o principios del derecho político” el
problema central será “hallar una forma de asociación que defienda y proteja
con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y mediante
la cual cada uno, al unirse a todos, obedezca sin embargo solamente a sí mismo
y siga libre como antes.”
Negando que en el origen de las sociedades esté el sometimiento del
pueblo al soberano, como condición de poder vivir bajo cierto orden y
protección, funda su concepción en que aquellas se deben basar en un libre acuerdo
de voluntades individuales que forman la voluntad general, por lo que el pueblo
es el soberano.
“Entonces, si se reduce el pacto social a su esencia, se verá que se
define en estos términos: Cada uno de nosotros pone en común su propia persona
y todo el poder propio bajo la dirección suprema de la voluntad general; y
además acogemos a cada miembro como parte indivisible del todo”.
Los postulados fundamentales sobre los cuales se basa el “derecho
político” son, entonces: a) ningún hombre puede ejercer sobre otro hombre
ninguna autoridad, sin su consentimiento; b) todo el pueblo es el titular de la
soberanía, y tal derecho es indivisible y no puede ser cedido por el pueblo a
ningún individuo; c) el ejercicio del poder ejecutivo por parte de los
gobernantes legítimamente elegidos no es una delegación, ni una cesión, sino
una simple comisión, provisional y revocable”.
Esto es lo que hace tan singular a Rousseau en la Ilustración,
porque lejos de reproducir las diferentes variables de la entrega de soberanía
al monarca, usurpador o tirano, en el Contrato Social no existe cesión de la
soberanía por parte de los individuos que implique renuncia a los fundamentales
derechos de libertad; antes bien, los mismos están garantizados por el entero
cuerpo social. El pueblo reunido en asamblea es el protagonista y el árbitro
de la vida pública, la fuente del poder.
Soberanía
Una consecuencia que extrae de estos principios es que el individuo
debe obedecer la voluntad general soberana, negar dicha obediencia hace caer
el contrato social común, por lo que el
cuerpo social debe imponerse. La libertad individual estará asegurada en tanto
el colectivo sea el soberano.
Lejos de ser un pensamiento totalitario, la verdadera intención de
Rousseau es la de sustituir las relaciones de dependencia económico-políticas
entre hombre y hombre, entre clase y clase, que en un régimen de tipo
constitucional, aristocrático o burgués, perpetúan el abuso y la desigualdad,
por una suprema norma de justicia social, libremente deseada y aceptada por
todos.
La nivelación de todos los individuos con respecto a la majestad de
la ley excluye el predominio de los intereses materiales de un individuo, de un
grupo, del mismo órgano gubernativo, sobre el interés de la comunidad. El
auténtico interés de la colectividad no puede surgir de la voluntad e una
fracción del pueblo, y tanto menos de una élite privilegiado que ejerce el
poder; es necesaria la unanimidad de los puntos de vista individuales, que
concuerden con el reconocimiento racional del interés común. La doctrina
rousseauniana presupone un pueblo políticamente emancipado.
Rousseau se ocupa de subrayar que el dictamen de la voluntad general
surge de los más profundos estratos del individuo moral y coincide sin más con
la recta razón y la buena voluntad.
La ley permite la libertad
El elemento que asegura la libertad del individuo en la colectividad
no consiste en la independencia de toda norma sino en la elección y en la
aceptación voluntaria de la ley. “La obediencia a la ley que se nos prescribe
es libertad”. La verdadera libertad política consiste en la obediencia de la
norma objetiva de la justicia, tal como surge de la voluntad general.
“Sólo a la ley los hombres deben la justicia y la libertad; este
órgano sano de la voluntad general establece, en el derecho, la igualdad
natural entre los hombres; esta voz celeste dicta a cada ciudadano los
preceptos de la razón pública”. “El hombre se convierte verdaderamente en tal,
criatura racional y moral, sólo gracias a la sociedad y a las leyes”.
El ideal de gobierno es la
ciudad-estado
Ni la monarquía hereditaria de tipo francés ni el régimen
constitucional inglés representan para Rousseau modelos de gobierno
verdaderamente “legítimos”; la voluntad general abdica también en Inglaterra a
favor de la voluntad del parlamento, que es un “cuerpo particular”; y la
división de poderes teorizada por Montesquieu, transforma al soberano en un
“ser fantástico y formado por trozos yuxtapuestos”
La institución ideal es la ciudad-estado, a medida del hombre,
gobernada por la democracia directa, donde todos los poderes se hallan bajo el
control inmediato de la asamblea popular. Al modo de la polis (ciudad) griega y
la Roma republicana, o los cantones suizos contemporáneos del filósofo. “Todo
gobierno legítimo es republicano”, afirma.
Sin embargo no desconoce la realidad histórica concreta, aclarando
que “en general, el gobierno democrático se adecua a los pequeños Estados, el
aristocrático a los medianos, el monárquico a los grandes”, como era Francia.
Lejos del extremismo
Más allá de cómo fueron utilizadas sus afirmaciones, Rousseau
rechazaba ser interpretado como un extremista, por parte de quienes se
obstinaban “en ver un facineroso y un agitador en el hombre que muestra el
mayor respeto por las leyes y las constituciones nacionales, que siente
profunda aversión por las revoluciones y los conspiradores de todo tipo”. Su
intención no era la de reformar los grandes Estados, sino “solamente detener,
posiblemente, el progreso e aquellos Estados, que por su pequeñez y posición se
han salvado de una carrera tan rápida hacia la perfección de la sociedad y la
decadencia de la especie”.
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