lunes, 24 de abril de 2017

LA ILUSTRACIÓN. ROUSSEAU.


Jean-Jacques Rousseau nació en Ginebra, Suiza, el 28 de junio de 1712, hijo de un maestro artesano relojero y cuya madre falleció a los pocos días de su nacimiento.
Las concepciones de este filósofo respecto al hombre y la sociedad difieren en algunos aspectos sustanciales del resto de los filósofos ilustrados, pero sus planteamientos respecto a que la igualdad de los hombres solo puede ser asegurada por una suprema norma de justicia social y el cuestionamiento a la propiedad privada como fuente de privilegios, harán que la etapa más radical de la Revolución Francesa abrevara de sus concepciones como fuente de inspiración.
El “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres” y el “Contrato Social” son sus obras más emblemáticas de este pensamiento.

“Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres”
Presentado en un concurso auspiciado por la Academia de Dijon (1753), se busca analizar la humanidad moderna e ilustra históricamente su alienación[1]. No solamente los vicios particulares, como la hipocresía y el amor propio, sino la raíz profunda, es decir, la causa de aquella mistificación total de las relaciones y de los sentimientos, de los que se recogen los frutos en la sociedad contemporánea: de donde los hombres viven fuera de sí, exclusivamente en la opinión ajena, esclavos del dinero, de las convenciones, de sus mismas ambiciones y, recíprocamente, uno del otro.
La causa próxima de todo ello es la desigualdad jurídica y económica, la cual, a su vez, se liga a causas más remotas en la historia de los hombres.
Al multiplicarse las necesidades humanas, el refinamiento de las costumbres y de los gustos, las intrincadas redes de las relaciones sociales y civiles, en suma, todo lo que los filósofos definen como “progreso”, es la verdadera causa de la infelicidad humana, ya que se aleja totalmente de su condición inicial “natural” no contaminada por los vicios modernos.
El hombre, por naturaleza, no solo tiene bondad sino también un rudimentario amor por sus semejantes. El “amor de si mismo” original es un instinto legítimo de conservación, que no obstaculiza el surgimiento de las inclinaciones sociales; solamente cuando degenera en “amor propio” (egoísmo), en un estadio más tardío del desarrollo socia, bloquea toda comunicación entre los hombres y los convierte en esclavos recíprocamente. La sociedad no se fundó inicialmente en base a un acuerdo, sino que se formó naturalmente sobre la apretada trama de las necesidades, de los sentimientos, de las pasiones que ligaron a los hombres en grupos.
En tal sentido, el verdadero factor corruptor es el instinto de codicia y de rapiña del que nace la propiedad privada:
“El primero que cercó un terreno y declaró esto es mío, y halló personas tan simples que le creyeron, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Cuántos delitos, guerras, asesinatos, miserias y horrores habría ahorrado el género humano aquel que, rompiendo el cerco y llenando la fosa, hubiera gritado a sus semejantes: ¡no escuchéis a este impostor; si olvidáis que los frutos son de todos, y la tierra de nadie, estáis perdidos!
Es que la verdadera felicidad fue gozada por los hombres en un breve período. Luego, la división del trabajo, las artes, la industria y la agricultura, dividieron la sociedad en explotadores y explotados, amos y esclavos, ricos y pobres.
Como sostiene en el artículo “Economía Política”, aparecida en el quinto volumen de la “Enciclopedia”, el pacto social que muchos identificaban como la justificación de las desigualdades sociales, se resumía en:
“Vosotros tenéis necesidad de mi, porque yo soy rico y vosotros sois pobres; entonces pongámonos de acuerdo: permitiré que tengáis el honor de servirme, a condición de que e deis lo poco que os resta por el esfuerzo que me demandará comandaros”
Por eso es necesario un auténtico pacto social, que reconcilie a la humanidad consigo misma y consienta realizar en la historia el ideal del “estado de naturaleza” original del hombre.

Contrato Social

Lejos de poder atribuir a Rousseau una intención de proponer un regreso a las tinieblas de la prehistoria, él entiende que se puede recuperar las condiciones originales de pureza e inocencia a través del consenso de las voluntades libres. Las que deberán reemplazar a los poderes impuestos por la violencia, por el avasallaje, por la autoridad paterna y por el derecho divino.
En el “Contrato social, o principios del derecho político” el problema central será “hallar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y mediante la cual cada uno, al unirse a todos, obedezca sin embargo solamente a sí mismo y siga libre como antes.”
Negando que en el origen de las sociedades esté el sometimiento del pueblo al soberano, como condición de poder vivir bajo cierto orden y protección, funda su concepción en que aquellas se deben basar en un libre acuerdo de voluntades individuales que forman la voluntad general, por lo que el pueblo es el soberano.
“Entonces, si se reduce el pacto social a su esencia, se verá que se define en estos términos: Cada uno de nosotros pone en común su propia persona y todo el poder propio bajo la dirección suprema de la voluntad general; y además acogemos a cada miembro como parte indivisible del todo”.
Los postulados fundamentales sobre los cuales se basa el “derecho político” son, entonces: a) ningún hombre puede ejercer sobre otro hombre ninguna autoridad, sin su consentimiento; b) todo el pueblo es el titular de la soberanía, y tal derecho es indivisible y no puede ser cedido por el pueblo a ningún individuo; c) el ejercicio del poder ejecutivo por parte de los gobernantes legítimamente elegidos no es una delegación, ni una cesión, sino una simple comisión, provisional y revocable”.
Esto es lo que hace tan singular a Rousseau en la Ilustración, porque lejos de reproducir las diferentes variables de la entrega de soberanía al monarca, usurpador o tirano, en el Contrato Social no existe cesión de la soberanía por parte de los individuos que implique renuncia a los fundamentales derechos de libertad; antes bien, los mismos están garantizados por el entero cuerpo social. El pueblo reunido en asamblea es el protagonista y el árbitro de la vida pública, la fuente del poder.

Soberanía
Una consecuencia que extrae de estos principios es que el individuo debe obedecer la voluntad general soberana, negar dicha obediencia hace caer el  contrato social común, por lo que el cuerpo social debe imponerse. La libertad individual estará asegurada en tanto el colectivo sea el soberano.
Lejos de ser un pensamiento totalitario, la verdadera intención de Rousseau es la de sustituir las relaciones de dependencia económico-políticas entre hombre y hombre, entre clase y clase, que en un régimen de tipo constitucional, aristocrático o burgués, perpetúan el abuso y la desigualdad, por una suprema norma de justicia social, libremente deseada y aceptada por todos.
La nivelación de todos los individuos con respecto a la majestad de la ley excluye el predominio de los intereses materiales de un individuo, de un grupo, del mismo órgano gubernativo, sobre el interés de la comunidad. El auténtico interés de la colectividad no puede surgir de la voluntad e una fracción del pueblo, y tanto menos de una élite privilegiado que ejerce el poder; es necesaria la unanimidad de los puntos de vista individuales, que concuerden con el reconocimiento racional del interés común. La doctrina rousseauniana presupone un pueblo políticamente emancipado.
Rousseau se ocupa de subrayar que el dictamen de la voluntad general surge de los más profundos estratos del individuo moral y coincide sin más con la recta razón y la buena voluntad.

La ley permite la libertad
El elemento que asegura la libertad del individuo en la colectividad no consiste en la independencia de toda norma sino en la elección y en la aceptación voluntaria de la ley. “La obediencia a la ley que se nos prescribe es libertad”. La verdadera libertad política consiste en la obediencia de la norma objetiva de la justicia, tal como surge de la voluntad general.
“Sólo a la ley los hombres deben la justicia y la libertad; este órgano sano de la voluntad general establece, en el derecho, la igualdad natural entre los hombres; esta voz celeste dicta a cada ciudadano los preceptos de la razón pública”. “El hombre se convierte verdaderamente en tal, criatura racional y moral, sólo gracias a la sociedad y a las leyes”.

El ideal de gobierno es la ciudad-estado
Ni la monarquía hereditaria de tipo francés ni el régimen constitucional inglés representan para Rousseau modelos de gobierno verdaderamente “legítimos”; la voluntad general abdica también en Inglaterra a favor de la voluntad del parlamento, que es un “cuerpo particular”; y la división de poderes teorizada por Montesquieu, transforma al soberano en un “ser fantástico y formado por trozos yuxtapuestos”
La institución ideal es la ciudad-estado, a medida del hombre, gobernada por la democracia directa, donde todos los poderes se hallan bajo el control inmediato de la asamblea popular. Al modo de la polis (ciudad) griega y la Roma republicana, o los cantones suizos contemporáneos del filósofo. “Todo gobierno legítimo es republicano”, afirma.
Sin embargo no desconoce la realidad histórica concreta, aclarando que “en general, el gobierno democrático se adecua a los pequeños Estados, el aristocrático a los medianos, el monárquico a los grandes”, como era Francia.

Lejos del extremismo
Más allá de cómo fueron utilizadas sus afirmaciones, Rousseau rechazaba ser interpretado como un extremista, por parte de quienes se obstinaban “en ver un facineroso y un agitador en el hombre que muestra el mayor respeto por las leyes y las constituciones nacionales, que siente profunda aversión por las revoluciones y los conspiradores de todo tipo”. Su intención no era la de reformar los grandes Estados, sino “solamente detener, posiblemente, el progreso e aquellos Estados, que por su pequeñez y posición se han salvado de una carrera tan rápida hacia la perfección de la sociedad y la decadencia de la especie”.



[1] Pérdida de la personalidad o de la identidad de una persona o de un colectivo.

LA ILUSTRACÓN. MONTESQUIEU


Carlos-Luis de Secondat, barón de la Brede y de Montesquieu nació en 1689 en un Castillo propiedad de su padre. Su familia era miembro de la llamada “nobleza de toga”, es decir, de aquella que había logrado su posición gracias al favor del Rey.

Del espíritu de las leyes
Su obra más importante aparece en 1748, siete años antes de su muerte. “Del espíritu de las leyes o de la relación que las leyes deben guardar con la constitución de cada gobierno las costumbres, el clima, la religión, el comercio”. El título es largo y la obra de peso: más de un millar de páginas en una edición corriente.
Dirá en el prólogo de la obra, “he comenzado innumerables veces y abandonado otras tantas esta obra; mil veces he mandado al diablo las páginas escritas; cada día sentía el decaimiento de las manos creadoras; proseguía mi objeto sin el menor plan; no hacía el menor caso de reglas ni de excepciones; sólo encontraba la verdad para en seguida perderla”.
Tanta dificultad dio como resultado un texto que se considera su mejor obra, inicio de la moderna sociología a partir de a voluntad de comprender el mundo y los hombres.
Montesquieu escribe, “Esta obra tiene por objeto las leyes, las costumbres y los diversos usos de todos los pueblos de la tierra. Puede decirse que su tema es inmenso, puesto que abarca todas las instituciones que han sido adoptadas por los hombres”. Ha querido, ante todo, comprender. Es decir encontrar una causa última que explique las diferentes formas de gobierno, de instituciones, que se han dado los hombres.
El historiador no tiene terrenos prohibidos, todo puede ser conocido por medio de la razón porque existen razones que explican la política y la historia a partir de comprender los hechos.
El material de Montesquieu son las leyes (las instituciones en sentido jurídico) y se propone encontrar la ley, científica o positiva, que rige su agrupamiento y su evolución.
De modo que las instituciones políticas obedecen a leyes positivas, es decir, que su forma, su contenido, dependen de factores que habrá que determinar.
“Hay  pues principios universales que permiten comprender la totalidad de la historia humana en sus menores detalles. ¿Cuáles son? La naturaleza de los gobiernos, y también el clima, y la clase de territorio, las costumbres, el comercio, la moneda, la población y la religión”.

Se puede resumir El espíritu de las leyes en el siguiente esquema:

Naturaleza y principio del gobierno:
                      

                                 democrático
Republicano[1]  ---                                             Virtud
                                 aristocrático                  

Monárquico                                                         Honor

Despótico                                                            Temor

“Leyes que se deducen de la naturaleza o del principio: ¿Educación, justicia, leyes sobre el lujo, condición de las mujeres, leyes sobre la guerra, constitución, libertad individual, impuestos?
Otros factores: Clima, naturaleza del territorio, extensión del país y costumbres, comercio, moneda, demografía, religión.”

Cada una de las formas de gobierno puede ser comprendida, explicada, por  los diferentes elementos constitutivos de una sociedad. Pero todos ellos se resumen en una ley, “principio” al decir de Montesquieu, que explica en que se funda el sistema jurídico institucional que lo sustenta:
“De la misma manera que en una república es necesaria la virtud, definida como “el amor a la patria y la igualdad”, y el honor en las monarquías, en un gobierno despótico es necesario el temor: en el él la virtud está demás y el honor resultaría demasiado peligroso”.
“El inmenso poder del príncipe pasa íntegro, en los gobiernos despóticos, a aquellos en quienes confía; de modo que la existencia de personas capaces de estimarse significaría un peligro de revolución. Hace, pues, falta que el temor doblegue todos los ánimos y asfixie hasta el menor atisbo de ambición”.


¿Qué instituciones se corresponden con el despotismo?

Educación. “Así como en las monarquías la educación pretende sobre todo la elevación de los espíritus, en los estados despóticos su fin primordial es el rebajarlos. Es necesario que sea servil. La extrema obediencia supone la ignorancia del que obedece; no se trata de deliberar, de dudar ni razonar, sino simplemente de querer (por parte del déspota)”.

Justicia. Será severa: ley del Talión, ausencia total de clemencia del príncipe, rigor de las penas para los crímenes de lesa majestad, ausencia de defensa.

Lujo. En los estados despóticos impera el lujo. “Se trata de un abuso de las ventajas de su servidumbre”.

Libertad. ¿Garantiza la naturaleza de la constitución implícita del despotismo la libertad que “consiste en hacer lo que se debe querer y no estar obligado a hacer lo que no debe quererse?” Evidentemente no, puesto que los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial se encuentran reunidos en la misma mano.
Tampoco está asegurada la libertad política porque no existe por ninguna parte, puesto que el gobierno está fundado en el temor.

Montesquieu es monárquico

Es evidente que Montesquieu no es un republicano. Para él la era de las repúblicas está definitivamente concluida. Recordemos además que en el “Espíritu de las leyes” insiste en que la república sólo conviene a los Estados pequeños. Ahora bien, ha sonado la hora de los Imperios grandes y medios. Es una razón.
La segunda razón es de más importancia: el pueblo es incapaz de gobernarse a sí mismo. Nuestro autor no cesa de recordarlo. “Incluso en el gobierno popular el poder no debe recaer en el pueblo bajo. No hay en el mundo nada más insolente que las repúblicas... El pueblo bajo es el más insolente de cuantos tiranos puede haber”.
Montesquieu, no podemos dudarlo, era monárquico. Partidario del gobierno de uno solo que dirija el Estado por medio de leyes fijas y establecidas que forman el grupo de las leyes fundamentales (una especie de constitución).
El monarca no está solo. La ley le hace compañía, “y los poderes intermedios subordinados y dependientes” son sus sostenes más fieles. El más natural de esos poderes subordinados es el de la nobleza.
ntesquieu. El Espíritu de las Leyes. 1740.
Los tres poderes del Estado

"Hay en cada Estado tres tipos de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de las cosas que depen­den del derecho de gentes, y el poder ejecutivo de las cosas que dependen del derecho civil (poder judicial).
Por el primero, el príncipe o magistrado hace las leyes. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadas, establece la seguridad, previene invasio­nes. Por el tercero, castiga los crímenes y juzga dife­rencias entre particulares. Se denominará a éste últi­mo el poder de juzgar y al otro simplemente el poder ejecutivo del Estado.
La libertad política de un ciudadano es la tranquili­dad de espíritu que proviene de la confianza que tiene cada uno en su seguridad; para que esta libertad exis­ta es necesario un gobierno tal que ningún ciudadano pueda temer a otro. Cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se mueven en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad; falta la confianza por­que puede temerse que el monarca o el senador ha­gan leyes tiránicas y las ejecuten ellos mismos tiráni­camente. No hay libertad si el poder de juzgar no está deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Así, los reyes que han querido hacerse absolutos o despóticos han comenzado siempre por reunir en su persona todas las magistraturas...
En un Estado libre todo hombre, considerado libre, debe estar gobernado por sí mismo sería necesario que el pueblo en masa tuviera la potestad legislativa; pero siendo esto imposible en los grandes Estados y teniendo muchos inconvenientes en los pequeños, es menester que el pueblo, por medio de sus represen­tantes, haga lo que no puede hacer por sí mismo".


La nobleza es la esencia de la monarquía

La nobleza es parte de la esencia de la monarquía, cuya máxima fundamental dice: “Ni monarquía sin nobleza, ni nobleza sin monarquía”. Estamos ante la imagen de la sociedad feudal.
Esta imagen ofrece la ventaja de ser la más segura garantía contra el despotismo, pero también contra las ambiciones del bajo pueblo que Montesquieu desprecia. Despotismo y república representan peligros idénticos. Uno y otro amenazan los privilegios del feudalismo.
Es más, el despotismo es en realidad un peligroso espejismo porque en vez de asegurar a la monarquía, ya que se funda en el temor y ello provoca la cólera de los pueblos oprimidos y abre la puerta a las “revoluciones populares”.
No se trata, pues, de una denuncia contra el despotismo en nombre de la libertad republicana sino en nombre de la lealtad monárquica. Lejos de anunciar la Revolución de 1789, como pretende la leyenda. Propone, para salvaguardar la monarquía, un retorno a su forma original: un rey y grandes señores feudales que, controlándola, aseguren la libertad y el respeto a las leyes fundamentales.
¿Por qué los filósofos inscribieron a este Montesquieu feudal en sus filas? Ellos y él tenían un objetivo común: la desaparición del despotismo, opresor del pueblo para unos y amenaza contra los privilegios para el otro.




[1]     “El gobierno republicano es aquel en que el pueblo en masa (democracia) o solamente una parte del mismo (aristocracia) detenta el poder soberano”.

LA ILUSTRACIÓN. VOLTAIRE



François-Marie Arouet nació en París el 21 de noviembre de 1694 pero es más conocido como Voltaire. Hijo de un notario y de una integrante de una familia noble de provincia, figura como uno de los principales representantes de la Ilustración.
Exiliado unos años en Inglaterra, publica en 1733 sus “Cartas Filosóficas” en dicho país, y en 1734 aparece la edición francesa, condenada por el Parlamento de París a ser quemada por el verdugo.

Si las “Cartas filosóficas” inauguran el Iluminismo en Francia, es primordialmente por el nexo establecido, sentido entre esta perspectiva de renovación política y social, la convicción de una estrecha solidaridad entre estas dos perspectivas (baste pensar, para advertir el punto preciso en que se cruzan, en el tema de la “libertad de pensamiento”). Esto distinguirá siempre al “mundo de las luces”.
Temáticamente se trata de un conjunto de argumentos de todas aquellas cuestiones que tienen que ponerse en el orden del día de la opinión: tolerancia, deísmo[1], libertad política, relaciones entre las clases, ciencia, función de los intelectuales; pero además argumentos unificados en la perspectiva de la liberación de los hombres de todo lo que los oprime, intelectual y prácticamente.
Correlativamente, el sentido del discurso se hace ahora explícito, el ataque es sustancialmente directo y frontal, el margen de prudencia, de trucos formales, queda reducido al mínimo. Es la primera vez que en Francia se habla tan claro; y así las Cartas Filosóficas no pueden ser toleradas. Es necesaria que sean quemadas por el verdugo de París como “libro escandaloso, contrario a la religión, a las buenas costumbres y al respeto debido a las autoridades”.

Estas “Cartas Filosóficas” fueron concebidas en su estadía en Inglaterra entre 1726 y 1728. País donde ya se vivía bajo la experiencia política de una burguesía copartícipe del poder junto a la aristocracia luego de pactar con ésta la conformación de una “Monarquía Parlamentaria” donde se afirma la soberanía de la ley sobre el monarca.
Las ideas imperantes en el régimen inglés habían sido sintetizadas por John Locke, que publica en 1690 el Tratado del gobierno civil, donde refuta la doctrina del derecho divino (Dios otorga el poder al Monarca y por tanto éste tiene un poder absoluto por encima de la sociedad) vuelve a la ideología del contrato original (en un principio fueron los hombres que pactaron dar el poder a un individuo para poder establecer un orden que permita vivir en sociedad), expresa la superioridad del poder del parlamento sobre el poder ejecutivo, la supremacía de las leyes naturales sobre las leyes humanas, es decir, el derecho a rebelarse contra la tiranía. En sus cartas sobre la tolerancia añade que la religión es un asunto privado, cuyo ejercicio no compete al Estado. Sus obras proporcionan, entonces, el punto de partida a la ideología liberal del siglo XVIII.

Cartas filosóficas

Puntos centrales en la publicística política de Voltaire: tolerancia religiosa, libertad económica, igualdad civil, certeza del derecho (reino de la ley). La perspectiva de renovación se proyectaba en el sentido de una completa privatización de la vida real de los hombres, de una completa emancipación de la que, de allí a poco, habría de llamarse “sociedad civil”.
Inspirada en Inglaterra la “filosofía republicana” de que hablaba Voltaire puede evidenciarse en el siguiente pasaje de sus Cartas Filosóficas:

“Entrad en la Bolsa de Londres, un lugar muy respetado por tantas cortes; os encontraréis reunidos para la común utilidad de los representantes de todos los pueblos. Por un lado, el judío, el mahometano y el cristiano tratan uno como otro como si fueran de la misma religión, y llaman infieles solamente a los que van a la quiebra; por el otro lado, el anabaptista se fía en el presbiteriano y el anglicano acepta el seguro del cuáquero. A la salida de esas pacíficas y libres asambleas, unos van a la sinagoga, otros van a tomar una copa; uno va a hacerse bautizar en una gran tina en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; otro hace cortar el prepucio a su hijo y hace balbucear sobre el niño unas palabras hebraicas que no comprende en absoluto; otros van a sus respectivas iglesias a esperar la inspiración de Dios con el sombrero en la cabeza, y todos están contentos...”
Éste es el modelo de lo que debía considerarse moderno y justo, conforme a los intereses y a los derechos del “pueblo”, en la acepción precisa y circunscripta, en virtud de la cual debía entenderse por tal “la más numerosa, la más virtuosa y, por lo tanto, la más respetable parte de la humanidad, integrada por aquéllos que estudian las leyes y las ciencias por los comerciantes y por los artesanos”.
En Inglaterra Voltaire aprecia la libertad realizada revolucionariamente, la que consiste en “ese sabio gobierno en el que el príncipe, poderosísimo para hacer el bien, se encuentra con las manos atadas para hacer el mal, en el que los señores son grandes sin insolencia y sin vasallos, y en el que el pueblo participa del gobierno sin confusión”.
Sin embargo, la forma de gobierno inglesa es un ejemplo, no un modelo, de una perspectiva de equilibrio social en sentido burgués. De un compromiso de la burguesía con la aristocracia, sin que ésta conserve sus privilegios políticos inmediatos, es decir su estatus propiamente feudal. Una evidencia más notoria de esta pérdida de privilegios la encuentra en el pago de los impuestos. “Un hombre, por el hecho de ser noble o cura, no está eximido del pago de ciertos impuestos... Cada uno paga no según su rango (lo que es absurdo) sino según su renta, no existe talla ni capitación arbitraria, sino una tasa real sobre las tierras...”
Por ello afirma, “un Estado se halla bien gobernado...cuando los tributos son obtenidos proporcionalmente, cuando un orden del estado no es favorecido a expensas de otro, cuando se contribuye a las cargas públicas no según la propia cualidad sino según los propios réditos...”

Libertad
Entonces, la libertad en sentido moderno debía entenderse precisamente como eliminación del privilegio jurídico, o sea, del poder directo, personal de un hombre sobre otros hombres, sobre sus personas y sus bienes. “La libertad consiste en no depender más que de las leyes ...” Llegará un día en que un príncipe más hábil que los otros hará comprender ... que en modo alguno es beneficioso para ellos ... que un noble tenga el derecho de matar a un campesino poniendo diez escudos en su fosa ...Todos los hombres han nacido iguales”.

Igualdad
Pero dicha igualdad no significa “la anulación de la subordinación: somos todos igualmente hombres, pero no miembros iguales de la sociedad. Todos los derechos naturales pertenecen igualmente al sultán y al bostangi (jardinero del palacio): uno y otro deben disponer con el mismo poder de sus personas, de sus familias y de sus bienes. Por tanto, los hombres son iguales en lo esencial, por más que en la escena representen papeles diferentes”. Esos papeles diferentes implicaban que unos estaban capacitados para gobernar y otros, la mayoría, carecían de dicha capacidad. No era partidario de la participación política de los sectores populares, ni de su educación: “No es al peón al que hay que instruir, sino al buen burgués, al habitante de las ciudades. Cuando el populacho se mete a razonar, todo está perdido”.
Por eso la igualdad natural de los hombres, su libertad natural, significa para Voltaire que “cada padre de familia debe ser amo en su casa, y no en la casa del vecino”.

Sociedad civil
Fundamento de la sociedad civil. La mejor de las formas de gobierno es la que promueve de la mejor manera la autonomía de esa “sociedad civil”, garantizándola y siendo su notario y administrador. Se necesita un príncipe que asuma el papel de “primer magistrado” o “presidente de la república” para el pleno desenvolvimiento de la sociedad nueva, burguesa.
Esto era ser “republicano”; era el estado de derecho, la igualdad civil, realizable sin más, para Voltaire, en forma de Monarquía Absoluta Ilustrada.
Porque la República sólo es posible en un Estado pequeño, y a éste conviene la sobriedad, mientras que a un Estado grande conviene la monarquía, y prospera con el incremento del lujo.

Base de la “sociedad civil”
¿Cómo se materializa en concreto esa sociedad civil que debe ser protegida por el príncipe ilustrado? Su base remitirá a los sectores económicos que no responden a la Aristocracia ni a la arquitectura feudal por ella montada. No solo desde el punto de vista de la producción de la riqueza sino a través de una verdadera dignidad ética.
En los tiempos de estadía en Inglaterra Voltaire destaca al comercio. “El comercio, que en Inglaterra ha enriquecido a los ciudadanos, contribuyó a hacerlos libres, y esta libertad extendió a su vez  el comercio; de aquí se ha formado la grandeza del Estado”.
Más adelante, sobre la década de 1750, se agrega al comercio, como tipo de actividad económica moderna, la manufactura. A lo que se agrega una formulación de corte teórico: “La riqueza de un Estado consiste en el número de sus habitantes y en su trabajo”.
Siendo quien genera ese trabajo el lujo con el que viven las clases acomodadas, que representan el esqueleto mismo de la sociedad. El consumo de los ricos es la condición de la actividad productiva, y por lo tanto del sustento para los otros miembros de la sociedad.
Hacia el final de su vida estima que el “cultivador es el primer motor de los resortes del Estado”. Ya que “la agricultura es la base de todo, por más que no lo sea todo. Ella es la madre de todas las artes y de todos los bienes...”  En esta época ya ha invertido en propiedades de tierras, donde experimenta nuevos métodos de cultivo, nuevas mejoras, y se interesa personalmente por la marcha de los trabajos.
¿Y qué sucede con los subordinados, los que forman “el mayor número”? Desde el punto de vista económico deben quedar reducidos al mínimo vital: “el bracero, el obrero debe ser reducido a lo meramente necesario para poder trabajar: esta es la naturaleza del hombre”.

Voltaire historiador
En su “Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones”, escrito luego de diez años de investigación sobre las obras eruditas aparecidas en el siglo XVII, expresa:
“Mi idea principal es la de conocer las costumbres de los hombres y las revoluciones del espíritu humano. Consideraré el orden de las sucesiones de los reyes y a cronología como guías, no como el fin de mi trabajo... Cuando se leen las historias, parecería que la tierra hubiera sido hecha solamente para algunos soberanos y para aquéllos que han secundado sus pasiones; casi todo lo demás se ha descuidado. Los historiadores se asemejan en esto a algunos de los tiranos de que hablan: sacrifican el género humano a un sólo hombre”.










[1]          Doctrina teológica que afirma la existencia de un dios personal, creador del universo y primera causa del mundo, pero niega la providencia divina y la religión revelada.

martes, 11 de abril de 2017

SIN NOVEDAD EN EL FRENTE - Erich María Remarque



Extractos de la novela escrita por Erich María Remarque, basada en su experiencia como soldado entre 1916 y 1918 en la Gran Guerra:

Kantorek era nuestro profesor; un hombre pequeño y severo, con levita gris y cara de musaraña. Tenía, poco más o menos, la misma estatura que el suboficial Himmelstoss, el «terror de Klosterberg». Resulta cómico, por otra parte, que la desgracia en este mundo venga tan a menudo de la mano de hombres cortos de talla. Son mucho más enérgicos que los altos.
Siempre he evitado formar parte de compañías mandadas por hombres pequeños; en general son inaguantablemente necios. Kantorek, en las horas de gimnasia, nos atiborró de discursos hasta que toda nuestra clase, con él a la cabeza, fuimos a la Comandancia del distrito para alistarnos. Todavía lo veo delante de mí, preguntándonos con los ojos relampagueantes tras los cristales de las gafas y la voz conmovida: —Iréis todos, ¿no es cierto?
Estos pedagogos llevan, con excesiva frecuencia, los sentimientos en el bolsillo del chaleco; ciertamente de esta forma pueden distribuirlos en cualquier momento. Pero nosotros, entonces, no lo sabíamos. Sólo uno se resistió a venir. Joseph Behm, un muchacho gordo y bonachón. Más tarde, sin embargo, se dejó convencer. No tenía otra alternativa. Quizás otros pensaran como él, pero era muy difícil confesarlo, pues en aquella época incluso vuestros padres tenían presta la palabra «cobarde» para echárnosla al rostro. Y es que entonces nadie presentía lo que iba a pasar.
Los más razonables eran, sin duda, la gente sencilla y pobre; en seguida consideraron la guerra como un desastre, mientras que, por el contrario, los acomodados no cabían en su piel de alegría; y sin embargo, ellos, mejor que nadie, pudieron prever las consecuencias. Katczinsky dice que de eso tiene la culpa la educación, que nos atonta. Y pensad que cuando Kat afirma algo, es que antes lo ha meditado bien. Casualmente, Behm fue de los primeros en caer. Recibió una bala en los ojos durante un combate y lo dejamos por muerto. No pudimos recogerle porque debimos retroceder precipitadamente.
Por la tarde lo oímos gritar y vimos cómo se arrastraba por el campo. Sólo había perdido el conocimiento. Como no podía ver, zigzagueaba loco de dolor, sin aprovechar ninguna defensa, sin cubrirse. Así le mataron a tiros desde el otro lado, antes que nadie de nosotros hubiera podido salir a buscarlo. Naturalmente eso no puede ser relacionado con Kantorek; ¿cómo terminaríamos, si no, empezando por ver ahí una culpabilidad? Existen miles de Kantoreks y todos están convencidos de que lo que hacen, tan cómodo para ellos, es lo mejor que pueden hacer. Precisamente en esto consiste su fracaso.
Habrían debido ser para nosotros, jóvenes de dieciocho años, los mediadores, los guías, que nos condujeran al mundo de la madurez, al mundo del trabajo, del deber, de la cultura y del progreso, hacia el porvenir. A veces nos burlábamos de ellos y les jugábamos alguna trastada, pero en el fondo teníamos fe en ellos. La noción de la autoridad, que representaban, les otorgaba a nuestros ojos mucha más perspicacia y sentido común. Pero el primero de nosotros que murió echó por los suelos esta convicción.
Tuvimos que darnos cuenta de que nuestra edad era mucho más leal que la suya; no tenían por encima de nosotros más ventajas que la frase huera y la habilidad. El primer bombardeo nos reveló nuestro error, y al darnos cuenta de ello, se derrumbó, con él, el concepto del mundo que nos habían enseñado. Mientras ellos seguían escribiendo y discurseando, nosotros veíamos ambulancias y moribundos; mientras ellos proclamaban como sublime el servicio al Estado, nosotros sabíamos ya que el miedo a la muerte es mucho más intenso. Con todo, no fuimos rebeldes, ni desertores, ni cobardes —tenían siempre tan dispuestas estas palabras—; amábamos a nuestra patria tanto como ellos y al llegar el momento de un ataque, nos lanzábamos a él con coraje. Pero ahora distinguíamos.
Ahora habíamos aprendido a mirar las cosas cara a cara y nos dábamos cuenta que, en su mundo, nada se sostenía. Nos sentimos solos de pronto, terriblemente solos; y solos también debíamos encontrar la salida. 


Antes de visitar a Kemmerich, hacemos un paquete con todas sus cosas; podría necesitarlas durante el camino. En el ambulatorio hay mucho movimiento; como siempre, hiede a fenol, a pus y a sudor. Uno se acostumbra a muchas cosas en las barracas, pero aquí nos sentimos desfallecer. Preguntamos dónde está Kemmerich; lo han puesto en una sala y nos recibe con una débil expresión de alegría y una agitación impotente.
Mientras estaba sin conocimiento le han robado el reloj. Müller mueve la cabeza y dice: —Ya te lo había dicho; no puede llevarse un reloj tan bueno encima. Müller es un poco tocho y siempre quiere tener razón. De otra forma callaría, porque se ve muy claro que Kemmerich no saldrá nunca de esta sala. Que recupere o no el reloj, es indiferente. Lo máximo que podríamos hacer sería mandarlo a su casa.
— ¿Cómo va eso, Franz? —pregunta Kropp. Kemmerich agacha la cabeza. —Bien, bastante bien, si no fuese por estos terribles dolores en el pie. Miramos las mantas que lo cubren. Su pierna está dentro de un cesto de alambre sobre el que se abomba la ropa de la cama. Doy a Müller un golpe de rodilla, pues es capaz de contarle a Kemmerich lo que nos han dicho los sanitarios antes de entrar: que Kemmerich no tiene ya pie; le han amputado la pierna.
Su aspecto es horrible. En la cara, pálida y apagada, tiene ya aquellas extrañas líneas que tan bien conocemos por haberlas visto centenares de veces. No son propiamente líneas sino más bien señales. Bajo la piel ya no late la vida que se ha replegado a los límites del cuerpo; la muerte trabaja el interior del organismo y ya es dueña de los ojos.
He aquí a nuestro compañero Kemmerich, que hace poco todavía asaba carne de caballo con nosotros y se arrellanaba, cuidadosamente, en el interior de los grandes embudos que dejan los obuses. Es él y, sin embargo, ya no es él. Su fisonomía se ha difuminado, se ha hecho imprecisa y desteñida como aquellas placas fotográficas sobre las que se han tomado dos instantáneas. Su misma voz tiene un tono ceniciento. Recuerdo ahora la escena de nuestra partida. Su madre, una buena mujer muy gorda, le acompañó a la estación. Lloraba sin parar y tenía el rostro descompuesto y abotargado. Kemmerich se sentía molesto, pues ella era la menos serena de todas. Literalmente se deshacía en sebo y agua. La pobre mujer se había fijado en mí y, agarrándome por el brazo, me suplicaba a cada momento que cuidara a su Franz.
Ciertamente el muchacho tenía cara de niño y unos huesos tan flojos que con sólo cuatro semanas de llevar mochila detentaba ya unos hermosos pies planos. ¡Pero cómo es posible cuidar a alguien en campaña! —Bien —dice Kropp—, ahora te irás a casa. Si hubieras tenido que esperar a un permiso, tenías, como mínimo, para tres o cuatro meses. Kemmerich asiente con la cabeza. No puedo mirar sus manos, son como la cera. Bajo las uñas lleva todavía el barro de las trincheras, de un color azul oscuro; parece veneno. Pienso que estas uñas irán creciendo mucho tiempo todavía, como una fantasmal vegetación subterránea, cuando Kemmerich ya no viva.
Me parece verlo, tenerlo delante de mí; las uñas se arrollan como tirabuzones y crecen, crecen juntamente con el cabello encima del cráneo que se descompone, como la hierba encima de una tierra bien abonada. ¿Cómo es posible esto? Müller se agacha.
—Hemos traído tus cosas, Franz. Kemmerich hace un signo con la mano.
—Ponlas debajo de la cama. Müller lo hace. Kemmerich vuelve a hablar de su reloj. No sé cómo tranquilizarlo sin inspirarle recelo. Müller se levanta con un par de botas de aviador en la mano. Son unas soberbias botas inglesas, de cuero amarillo y suave, que deben llegar a la rodilla y se abrochan con unos cordones a lo largo de toda la caña. Algo espléndido, envidiable. Müller las contempla y entusiasmado, las compara con sus bastos zapatones y pregunta:
— ¿Piensas llevarte también estas botas, Franz? Los tres tenemos el mismo pensamiento: aunque sanara no podría utilizar más que una, o sea, que no tendrían ningún valor para él. Tal como están las cosas es una lástima que se queden aquí, porque los sanitarios las rapiñarán en cuanto muera.
Müller insiste: — ¿No quieres dejarlas aquí? Kemmerich no lo quiere. Son la mejor pieza de su equipo.
—Podríamos cambiártelas —sigue Müller—. Aquí, en campaña, es necesaria una cosa así. Pero Kemmerich no quiere ni oír hablar de ello. Toco a Müller con el pie, y éste, dudando todavía, vuelve a poner las botas en su lugar, bajo la cama. Permanecemos con él algunos minutos más y luego nos despedimos: —Que te vaya bien, Franz. Le prometo volver mañana. Müller también; piensa en las botas y quiere vigilarlas. Kemmerich gime. Tiene fiebre. Fuera, detenemos a un sanitario y le pedimos que dé una inyección a Kemmerich. El se niega.
—Si quisiéramos dar morfina a todos, necesitaríamos muchos barriles.
—Por lo visto, sólo te dignas servir a los oficiales —dice Kropp, rencorosamente. Intervengo y empiezo por alargar un cigarrillo al sanitario. Lo toma y después le pregunto: —Tú no debes estar autorizado para poner inyecciones, ¿verdad? Mi pregunta le ofende. —Si tampoco me creeréis, no veo por qué he de decíroslo... Le pongo dos cigarrillos más en la mano.
—Vamos, pues, haznos este favor. —Bueno, sea —dice. Kropp entra con él. Desconfía y quiere verlo. Nosotros esperamos fuera. Müller vuelve a empezar con lo de las botas. —Me irían de primera. Con estas barcas siempre llevo los pies llenos de ampollas. ¿A ti te parece que vivirá hasta mañana después del servicio? Si revienta esta noche ya podemos despedirnos de ellas. Albert regresa.
— ¿Qué os parece? —pregunta. —Está listo —dice Müller, categórico. Volvemos hacia los barracones. Pienso en la carta que tendré que escribir a su madre. Tengo frío y quisiera beber una copita de aguardiente. Müller arranca briznas de hierba y se las pone en la boca. Súbitamente, el pequeño Kropp tira su cigarrillo y lo pisotea con furia, mira a su alrededor con el rostro desencajado y deshecho. Balbucea:
— ¡Qué mierda! ¡Qué maldita mierda!
Andamos todavía un buen rato. Kropp se ha calmado. Todos sabemos de qué va. Era una crisis del frente. Todos la hemos sufrido alguna vez.
Müller le pregunta: —A propósito. ¿Qué te decía Kantorek?
El otro estalla en carcajadas: —Decía que nosotros éramos la juventud de hierro. Reímos con rabia. Kropp se deshace en insultos; está contento de poder desahogarse. — ¡Esto, esto es lo que creen ellos, los millares de Kantoreks! Juventud de hierro. ¿Juventud? Ninguno de nosotros tiene más de veinte años, pero no somos jóvenes. Nuestra juventud... Estas cosas son ya agua pasada... Somos viejos, muy viejos nosotros.


Debemos vigilar nuestro pan. Las ratas se han multiplicado mucho en estos últimos tiempos, desde que las trincheras no están ya tan bien ordenadas. Detering pretende que esto es una señal inequívoca de que habrá jaleo.
Las ratas aquí resultan singularmente repugnantes porque son muy grandes. Son de las llamadas «ratas de cadáver». Tienen una cara abominable, maligna, completamente pelada, puede darte náusea sólo con ver sus largas colas desnudas.
Parece que están muy hambrientas. Han roído el pan a casi todos, Kropp ha envuelto el suyo con una lona y se lo ha puesto como almohada, pero no puede dormir porque las ratas le corren por el rostro para llegar hasta él. Detering pretendió ser más listo; ató un alambre al techo y colgó de él su paquete de pan. Cuando por la noche encendió su lámpara de bolsillo pudo darse cuenta de que el paquete oscilaba. Una rata enorme cabalgaba encima.
Tomamos finalmente una decisión. Recortamos con cuidado los trozos de pan que han sido roídos por las ratas; tirarlo todo no podemos hacerlo de ninguna manera porque sino no tendríamos nada que comer mañana.
Las rebanadas que hemos cortado se amontonan en el centro del refugio. Cada uno coge su pala dispuesto a pegar. Detering, Kropp y Kat preparan sus linternas. A los pocos instantes oímos ya mordiscos y tirones. Van en aumento, delatan un sinfín de minúsculas patitas. Entonces brillan repentinamente las lámparas y todos golpeamos a un tiempo sobre el negro montón movedizo que se deshace chillando. La cosa ha funcionado. Con la pala tiramos los pedazos de rata por encima del parapeto y nos preparamos de nuevo.
El truco tiene éxito algunas veces más. Después las ratas ya no vuelven, sin duda, porque han sospechado algo o porque huelen la sangre. Sin embargo, a la mañana siguiente nos damos cuenta de que ha desaparecido el pan que había quedado en el suelo. En el sector vecino, las ratas han atacado a dos grandes gatos y a un perro. Los han matado a mordiscos y se los han comido.

En este momento oímos detrás de nosotros unos silbidos que van creciendo hasta convertirse en un fragor de trueno. Nos hemos agachado; cien metros más allá se abre una nube de fuego.
Al cabo de unos segundos, una parte del bosque se eleva lentamente en el aire. Es un segundo obús que acaba de estallar y ha arrancado tres o cuatro árboles que vuelan, lentamente, por encima de lo demás, antes de romperse en pedazos y caer. Ya zumban como válvulas de caldera, los obuses que siguen... Fuego intenso.
— ¡Cubríos! —aúlla alguien—. ¡Cubríos!
Los prados son lisos, el bosque está demasiado lejos y es peligroso; no hay otro escondrijo que el cementerio, los túmulos y las tumbas. Nos abalanzamos hacia ellos, tropezando en la oscuridad, y cada uno de nosotros se lanza detrás de un montículo de tierra y se aplasta contra él como un escupitajo.
Justo a tiempo. La oscuridad enloquece, tiembla y se enfurece. Sombras más negras que la noche se lanzan con rabia sobre nosotros, nos pasan por encima con sus enormes jorobas. El fuego de las explosiones estremece de relámpagos el cementerio.
No hay escapatoria. Al resplandor de las granadas arriesgo una ojeada hacia los prados. Son como un mar tempestuoso, las llamas de los proyectiles brotan como surtidores. Es imposible pasar a través de ellos.
El bosque desaparece, queda destrozado, trinchado, hecho migas. Hemos de quedarnos aquí, en el cementerio. Delante de nosotros, la tierra revienta. Llueven terrones. Siento un golpe. La metralla se ha llevado una de mis mangas. Cierro el puño. No me duele. Esto, sin embargo, no me tranquiliza, las heridas no duelen hasta más tarde. Me palpo el brazo. Está arañado, pero entero. Recibo un golpe en la cabeza y voy a perder el conocimiento.
Un pensamiento me atraviesa como un rayo: «¡No te desmayes!» Me hundo en la oscuridad de un abismo, pero emerjo de nuevo enseguida. Un trozo de metralla ha tropezado contra mi casco, pero venía de tan lejos que no ha tenido fuerza para atravesarlo. Limpio
mis ojos de barro. Frente a mí se ha abierto un gran agujero; puedo distinguirlo borrosamente. No es frecuente que los obuses caigan en el mismo lugar. Por esta razón quiero meterme en él. Salto de mi escondite y quedo tendido boca abajo, como un pez.
Pero la cosa vuelve a empezar. Me encojo inmediatamente y tiento, con las manos, para encontrar un refugio. Toco algo a mi izquierda e intento apretarme a su lado, pero cede, gimo, la tierra se agrieta, la presión del aire me maltrata los oídos, me oculto bajo la cosa que no resiste, me cubro con ella, es madera, madera y ropa, un miserable cobertor contra la furia de la metralla.
Abro los ojos; mis dedos aprietan una manga, un brazo. ¿Un herido? Lo llamo... No responde. Un muerto. Mi mano palpa más allá, encuentra astillas de madera... ¡Ah, sí! Estamos en un cementerio. El fuego, no obstante, es más fuerte que cualquier otra consideración.
Apaga, adormece los reparos; me hundo todavía más abajo del ataúd; él me protegerá, aunque encierre en su interior la misma muerte. Delante de mí se abre el embudo. Lo acaricio con la mirada, habré de lanzarme hacia él de un salto. Me dan un golpe en la cara, una mano me agarra por la espalda. ¿Ha despertado el cadáver? La mano me sacude, me doy la vuelta y un momentáneo resplandor me permite ver el rostro de Katczinsky. Tiene la boca abierta, grita algo.
No oigo nada. Me sacude con fuerza, acercándose cada vez más. En un instante de menor ruido me llega su voz:
— ¡Gas! ¡Gaas! ¡Haz que corra!
Tomo la careta. Algo alejado de mí hay alguien tendido. Sólo pienso en una cosa: ha de saberlo.
— ¡Gaas! ¡Gaas!
Grito, me arrastro hacia él, le hago señales con la careta. No se da cuenta de nada. Empiezo de nuevo... Tan sólo se encoge asustado; es un recluta. Miro con desesperación a Kat. Ya lleva puesta la careta. De un golpe me saco el casco que rueda por el suelo y me pongo la mía. Me acerco al hombre, tomo su máscara y se la pongo sobre la cabeza; él la coge, lo dejo, y de un salto, me meto en el embudo.
La explosión sorda de las granadas de gas se mezcla con el estallido de los proyectiles. Una campana resuena entre el fragor del bombardeo; tambores, carracas metálicas, hacen correr la noticia:
¡Gas, gas, gas!
Algo cae a mi espalda, una, dos veces. Froto las ventanitas de la careta, empañadas por el aliento. Son Kat, Kropp y otro. Los cuatro nos estamos quietos, inmóviles, en una tensión angustiosa, atentos, sin respirar apenas.
Estos primeros minutos con la máscara deciden entre la vida y la muerte. ¿Estará bien  cerrada? Conozco las terribles imágenes del hospital; enfermos de gas que en un ahogo que dura días y días escupen, a pedazos, sus pulmones calcinados.
Con precaución, los dientes cerrados sobre la cápsula, respiro. El vaho ya se arrastra por el suelo y se insinúa en todos los agujeros.
Como una medusa, ancha y viscosa, se apodera de nuestro embudo, lo llena. Doy un empujón a Kat. Es preferible salir y tendernos arriba que no quedarnos en el agujero, donde el gas se acumula. Pero no podemos hacerlo. El fuego cae, de nuevo, como una granizada. Es algo más que el continuo estallido de los obuses, es como si la tierra aullase. Algo se nos viene encima haciendo un ruido seco. Cae cerca de nosotros; es un ataúd que debe haber sido lanzado al aire por una explosión.
Veo que Kat se mueve y me acerco. El ataúd ha caído sobre el brazo del cuarto soldado que estaba con nosotros en el embudo. El hombre intenta, con la otra mano, quitarse la careta. Kropp le detiene a tiempo, le dobla el brazo y le sostiene fuertemente la muñeca contra la espalda. Kat y yo nos disponemos a liberarle el brazo herido. La tapa del ataúd está floja y partida. La arrancamos con facilidad y sacamos el cadáver, que cae resbalando como un saco. Después probamos de levantar el ataúd.
Afortunadamente, el hombre ha perdido el conocimiento y Albert puede ayudarnos. Ahora ya no es necesario que vayamos con tanto cuidado, pero nos apresuramos tanto como nos es posible hasta que el ataúd, con un crujido, cede bajo la acción en palanca de nuestras palas.
Ha aclarado un poco. Kat coge un trozo de madera de la tapa, la pone bajo el brazo roto y lo aseguramos con las vendas de nuestras curas individuales. Es todo lo que podemos hacer, de momento. La cabeza me hierve y me palpita en el interior de la careta; parece a punto de estallar. Los pulmones están congestionados. Para respirar sólo disponen siempre del mismo aliento viciado. Se me hinchan las venas de las sienes. Parece que vaya a ahogarme.
Una luz grisácea llega hasta nosotros. Arriba el viento barre el cementerio. Subo hasta el borde del embudo. Al resplandor turbio de la alborada veo una pierna seccionada, la bota está intacta. La distingo claramente por un instante.
Ahora alguien se levanta unos metros más allá. Froto las ventanitas que vuelven a empañarse enseguida por el jadeo a que me fuerza la tensión; miro fijamente... El hombre ya no lleva careta.
Espero unos segundos —no cae, mira a su alrededor buscando alguna cosa, da unos pasos—, el viento ha limpiado de gas el cementerio, el aire está libre. Entonces yo también, jadeando, me arranco la máscara y caigo al suelo. El aire me penetra como si fuera agua helada, los ojos quieren abandonar sus órbitas, me inunda la frescura de la ola y pierdo el sentido.
El bombardeo ha cesado. Me asomo al embudo y hago señas a los demás. Suben y se quitan la máscara. Cogemos en brazos al herido, uno de nosotros le sostiene el brazo maltrecho. Nos alejamos así, deprisa, tropezando por el camino.
El cementerio es una ruina. Ataúdes y cadáveres están diseminados por todas partes. Es como si hubieran muerto de nuevo; pero cada uno de ellos, al ser destrozado, ha salvado la vida de uno de los nuestros. La puerta ha sido destruida; los raíles del tren de campaña que pasa por los alrededores están arrancados y se levantan, curvados, hacia el cielo. Delante de nosotros hay alguien tendido. Nos detenemos; sólo Kropp sigue adelante llevando al herido.
El que está en el suelo es un recluta. Tiene una nalga llena de sangre; está tan abatido que saco mi cantimplora llena de té con ron.
Kat me detiene y se inclina sobre él:
— ¿Dónde te han dado, compañero?
Mueve los ojos; está demasiado débil para responder.
Le cortamos con precaución los pantalones. Gime.
—Tranquilo, tranquilo. Esto te aliviará.
Si tiene una bala en el vientre no puede beber. No ha vomitado, buena señal. Desnudamos su nalga. Es un montón de carne picada con astillas de hueso. Le han destrozado la articulación. Este muchacho no caminará jamás.
Le froto las sienes con los dedos húmedos y luego le doy un buen trago de mi cantimplora. Los ojos se le animan. Hasta ahora no nos hemos dado cuenta de que también sangra por el brazo derecho.
Kat deshace unos paquetes de vendas y las coloca, tan extendidas como puede, para poder cubrir la herida. Busco un pedazo de ropa para envolverlo, no lo encuentro y corto un poco más sus pantalones para poder hacer una venda con un trozo de sus calzoncillos; pero no lleva. Entonces me fijo en su cara: es el mismo muchacho de antes, el del pelo color lino.
Entretanto, Kat ha encontrado un pequeño paquete de vendas en el bolsillo de un cadáver; las aplicamos con cuidado en la herida.
Digo al joven, que nos mira atentamente:
—Vamos a buscar una camilla.
Abre la boca y suspira:
—No se muevan de aquí.
Kat dice:
—Volvemos enseguida. Vamos a buscar una camilla para poder llevarte.
No sabemos si nos ha comprendido. Lloriquea como un niño a
nuestras espaldas:
—No se marchen.
Kat se da la vuelta y susurra:
— ¿No sería mejor, simplemente, agarrar un revólver y que esto terminara?
Este muchacho apenas si resistirá el transporte y, con mucha suerte, podrá vivir algunos días. Lo que ha sufrido hasta ahora no es nada comparado con lo que pasará hasta morir. Por el momento está aturdido y no siente nada. Dentro de una hora será un haz aullador
de insoportables dolores. Los días que le quedan de vida significan para él una tortura rabiosa e ininterrumpida. ¿A quién puede aprovechar que él viva estos pocos días?
—Sí, Kat; deberíamos coger el revólver.
—Dámelo —dice, y se detiene.
Está decidido, me doy cuenta. Miramos a nuestro alrededor, pero ya no estamos solos. Delante mismo de nosotros se va formando un grupo, de embudos y agujeros surgiendo cabezas de soldados.
—Vamos a buscar una camilla.
Kat mueve la cabeza.
—Unos muchachos tan jóvenes...
Y repite:
—Unos muchachos tan jóvenes, tan inocentes...