martes, 11 de abril de 2017

SIN NOVEDAD EN EL FRENTE - Erich María Remarque



Extractos de la novela escrita por Erich María Remarque, basada en su experiencia como soldado entre 1916 y 1918 en la Gran Guerra:

Kantorek era nuestro profesor; un hombre pequeño y severo, con levita gris y cara de musaraña. Tenía, poco más o menos, la misma estatura que el suboficial Himmelstoss, el «terror de Klosterberg». Resulta cómico, por otra parte, que la desgracia en este mundo venga tan a menudo de la mano de hombres cortos de talla. Son mucho más enérgicos que los altos.
Siempre he evitado formar parte de compañías mandadas por hombres pequeños; en general son inaguantablemente necios. Kantorek, en las horas de gimnasia, nos atiborró de discursos hasta que toda nuestra clase, con él a la cabeza, fuimos a la Comandancia del distrito para alistarnos. Todavía lo veo delante de mí, preguntándonos con los ojos relampagueantes tras los cristales de las gafas y la voz conmovida: —Iréis todos, ¿no es cierto?
Estos pedagogos llevan, con excesiva frecuencia, los sentimientos en el bolsillo del chaleco; ciertamente de esta forma pueden distribuirlos en cualquier momento. Pero nosotros, entonces, no lo sabíamos. Sólo uno se resistió a venir. Joseph Behm, un muchacho gordo y bonachón. Más tarde, sin embargo, se dejó convencer. No tenía otra alternativa. Quizás otros pensaran como él, pero era muy difícil confesarlo, pues en aquella época incluso vuestros padres tenían presta la palabra «cobarde» para echárnosla al rostro. Y es que entonces nadie presentía lo que iba a pasar.
Los más razonables eran, sin duda, la gente sencilla y pobre; en seguida consideraron la guerra como un desastre, mientras que, por el contrario, los acomodados no cabían en su piel de alegría; y sin embargo, ellos, mejor que nadie, pudieron prever las consecuencias. Katczinsky dice que de eso tiene la culpa la educación, que nos atonta. Y pensad que cuando Kat afirma algo, es que antes lo ha meditado bien. Casualmente, Behm fue de los primeros en caer. Recibió una bala en los ojos durante un combate y lo dejamos por muerto. No pudimos recogerle porque debimos retroceder precipitadamente.
Por la tarde lo oímos gritar y vimos cómo se arrastraba por el campo. Sólo había perdido el conocimiento. Como no podía ver, zigzagueaba loco de dolor, sin aprovechar ninguna defensa, sin cubrirse. Así le mataron a tiros desde el otro lado, antes que nadie de nosotros hubiera podido salir a buscarlo. Naturalmente eso no puede ser relacionado con Kantorek; ¿cómo terminaríamos, si no, empezando por ver ahí una culpabilidad? Existen miles de Kantoreks y todos están convencidos de que lo que hacen, tan cómodo para ellos, es lo mejor que pueden hacer. Precisamente en esto consiste su fracaso.
Habrían debido ser para nosotros, jóvenes de dieciocho años, los mediadores, los guías, que nos condujeran al mundo de la madurez, al mundo del trabajo, del deber, de la cultura y del progreso, hacia el porvenir. A veces nos burlábamos de ellos y les jugábamos alguna trastada, pero en el fondo teníamos fe en ellos. La noción de la autoridad, que representaban, les otorgaba a nuestros ojos mucha más perspicacia y sentido común. Pero el primero de nosotros que murió echó por los suelos esta convicción.
Tuvimos que darnos cuenta de que nuestra edad era mucho más leal que la suya; no tenían por encima de nosotros más ventajas que la frase huera y la habilidad. El primer bombardeo nos reveló nuestro error, y al darnos cuenta de ello, se derrumbó, con él, el concepto del mundo que nos habían enseñado. Mientras ellos seguían escribiendo y discurseando, nosotros veíamos ambulancias y moribundos; mientras ellos proclamaban como sublime el servicio al Estado, nosotros sabíamos ya que el miedo a la muerte es mucho más intenso. Con todo, no fuimos rebeldes, ni desertores, ni cobardes —tenían siempre tan dispuestas estas palabras—; amábamos a nuestra patria tanto como ellos y al llegar el momento de un ataque, nos lanzábamos a él con coraje. Pero ahora distinguíamos.
Ahora habíamos aprendido a mirar las cosas cara a cara y nos dábamos cuenta que, en su mundo, nada se sostenía. Nos sentimos solos de pronto, terriblemente solos; y solos también debíamos encontrar la salida. 


Antes de visitar a Kemmerich, hacemos un paquete con todas sus cosas; podría necesitarlas durante el camino. En el ambulatorio hay mucho movimiento; como siempre, hiede a fenol, a pus y a sudor. Uno se acostumbra a muchas cosas en las barracas, pero aquí nos sentimos desfallecer. Preguntamos dónde está Kemmerich; lo han puesto en una sala y nos recibe con una débil expresión de alegría y una agitación impotente.
Mientras estaba sin conocimiento le han robado el reloj. Müller mueve la cabeza y dice: —Ya te lo había dicho; no puede llevarse un reloj tan bueno encima. Müller es un poco tocho y siempre quiere tener razón. De otra forma callaría, porque se ve muy claro que Kemmerich no saldrá nunca de esta sala. Que recupere o no el reloj, es indiferente. Lo máximo que podríamos hacer sería mandarlo a su casa.
— ¿Cómo va eso, Franz? —pregunta Kropp. Kemmerich agacha la cabeza. —Bien, bastante bien, si no fuese por estos terribles dolores en el pie. Miramos las mantas que lo cubren. Su pierna está dentro de un cesto de alambre sobre el que se abomba la ropa de la cama. Doy a Müller un golpe de rodilla, pues es capaz de contarle a Kemmerich lo que nos han dicho los sanitarios antes de entrar: que Kemmerich no tiene ya pie; le han amputado la pierna.
Su aspecto es horrible. En la cara, pálida y apagada, tiene ya aquellas extrañas líneas que tan bien conocemos por haberlas visto centenares de veces. No son propiamente líneas sino más bien señales. Bajo la piel ya no late la vida que se ha replegado a los límites del cuerpo; la muerte trabaja el interior del organismo y ya es dueña de los ojos.
He aquí a nuestro compañero Kemmerich, que hace poco todavía asaba carne de caballo con nosotros y se arrellanaba, cuidadosamente, en el interior de los grandes embudos que dejan los obuses. Es él y, sin embargo, ya no es él. Su fisonomía se ha difuminado, se ha hecho imprecisa y desteñida como aquellas placas fotográficas sobre las que se han tomado dos instantáneas. Su misma voz tiene un tono ceniciento. Recuerdo ahora la escena de nuestra partida. Su madre, una buena mujer muy gorda, le acompañó a la estación. Lloraba sin parar y tenía el rostro descompuesto y abotargado. Kemmerich se sentía molesto, pues ella era la menos serena de todas. Literalmente se deshacía en sebo y agua. La pobre mujer se había fijado en mí y, agarrándome por el brazo, me suplicaba a cada momento que cuidara a su Franz.
Ciertamente el muchacho tenía cara de niño y unos huesos tan flojos que con sólo cuatro semanas de llevar mochila detentaba ya unos hermosos pies planos. ¡Pero cómo es posible cuidar a alguien en campaña! —Bien —dice Kropp—, ahora te irás a casa. Si hubieras tenido que esperar a un permiso, tenías, como mínimo, para tres o cuatro meses. Kemmerich asiente con la cabeza. No puedo mirar sus manos, son como la cera. Bajo las uñas lleva todavía el barro de las trincheras, de un color azul oscuro; parece veneno. Pienso que estas uñas irán creciendo mucho tiempo todavía, como una fantasmal vegetación subterránea, cuando Kemmerich ya no viva.
Me parece verlo, tenerlo delante de mí; las uñas se arrollan como tirabuzones y crecen, crecen juntamente con el cabello encima del cráneo que se descompone, como la hierba encima de una tierra bien abonada. ¿Cómo es posible esto? Müller se agacha.
—Hemos traído tus cosas, Franz. Kemmerich hace un signo con la mano.
—Ponlas debajo de la cama. Müller lo hace. Kemmerich vuelve a hablar de su reloj. No sé cómo tranquilizarlo sin inspirarle recelo. Müller se levanta con un par de botas de aviador en la mano. Son unas soberbias botas inglesas, de cuero amarillo y suave, que deben llegar a la rodilla y se abrochan con unos cordones a lo largo de toda la caña. Algo espléndido, envidiable. Müller las contempla y entusiasmado, las compara con sus bastos zapatones y pregunta:
— ¿Piensas llevarte también estas botas, Franz? Los tres tenemos el mismo pensamiento: aunque sanara no podría utilizar más que una, o sea, que no tendrían ningún valor para él. Tal como están las cosas es una lástima que se queden aquí, porque los sanitarios las rapiñarán en cuanto muera.
Müller insiste: — ¿No quieres dejarlas aquí? Kemmerich no lo quiere. Son la mejor pieza de su equipo.
—Podríamos cambiártelas —sigue Müller—. Aquí, en campaña, es necesaria una cosa así. Pero Kemmerich no quiere ni oír hablar de ello. Toco a Müller con el pie, y éste, dudando todavía, vuelve a poner las botas en su lugar, bajo la cama. Permanecemos con él algunos minutos más y luego nos despedimos: —Que te vaya bien, Franz. Le prometo volver mañana. Müller también; piensa en las botas y quiere vigilarlas. Kemmerich gime. Tiene fiebre. Fuera, detenemos a un sanitario y le pedimos que dé una inyección a Kemmerich. El se niega.
—Si quisiéramos dar morfina a todos, necesitaríamos muchos barriles.
—Por lo visto, sólo te dignas servir a los oficiales —dice Kropp, rencorosamente. Intervengo y empiezo por alargar un cigarrillo al sanitario. Lo toma y después le pregunto: —Tú no debes estar autorizado para poner inyecciones, ¿verdad? Mi pregunta le ofende. —Si tampoco me creeréis, no veo por qué he de decíroslo... Le pongo dos cigarrillos más en la mano.
—Vamos, pues, haznos este favor. —Bueno, sea —dice. Kropp entra con él. Desconfía y quiere verlo. Nosotros esperamos fuera. Müller vuelve a empezar con lo de las botas. —Me irían de primera. Con estas barcas siempre llevo los pies llenos de ampollas. ¿A ti te parece que vivirá hasta mañana después del servicio? Si revienta esta noche ya podemos despedirnos de ellas. Albert regresa.
— ¿Qué os parece? —pregunta. —Está listo —dice Müller, categórico. Volvemos hacia los barracones. Pienso en la carta que tendré que escribir a su madre. Tengo frío y quisiera beber una copita de aguardiente. Müller arranca briznas de hierba y se las pone en la boca. Súbitamente, el pequeño Kropp tira su cigarrillo y lo pisotea con furia, mira a su alrededor con el rostro desencajado y deshecho. Balbucea:
— ¡Qué mierda! ¡Qué maldita mierda!
Andamos todavía un buen rato. Kropp se ha calmado. Todos sabemos de qué va. Era una crisis del frente. Todos la hemos sufrido alguna vez.
Müller le pregunta: —A propósito. ¿Qué te decía Kantorek?
El otro estalla en carcajadas: —Decía que nosotros éramos la juventud de hierro. Reímos con rabia. Kropp se deshace en insultos; está contento de poder desahogarse. — ¡Esto, esto es lo que creen ellos, los millares de Kantoreks! Juventud de hierro. ¿Juventud? Ninguno de nosotros tiene más de veinte años, pero no somos jóvenes. Nuestra juventud... Estas cosas son ya agua pasada... Somos viejos, muy viejos nosotros.


Debemos vigilar nuestro pan. Las ratas se han multiplicado mucho en estos últimos tiempos, desde que las trincheras no están ya tan bien ordenadas. Detering pretende que esto es una señal inequívoca de que habrá jaleo.
Las ratas aquí resultan singularmente repugnantes porque son muy grandes. Son de las llamadas «ratas de cadáver». Tienen una cara abominable, maligna, completamente pelada, puede darte náusea sólo con ver sus largas colas desnudas.
Parece que están muy hambrientas. Han roído el pan a casi todos, Kropp ha envuelto el suyo con una lona y se lo ha puesto como almohada, pero no puede dormir porque las ratas le corren por el rostro para llegar hasta él. Detering pretendió ser más listo; ató un alambre al techo y colgó de él su paquete de pan. Cuando por la noche encendió su lámpara de bolsillo pudo darse cuenta de que el paquete oscilaba. Una rata enorme cabalgaba encima.
Tomamos finalmente una decisión. Recortamos con cuidado los trozos de pan que han sido roídos por las ratas; tirarlo todo no podemos hacerlo de ninguna manera porque sino no tendríamos nada que comer mañana.
Las rebanadas que hemos cortado se amontonan en el centro del refugio. Cada uno coge su pala dispuesto a pegar. Detering, Kropp y Kat preparan sus linternas. A los pocos instantes oímos ya mordiscos y tirones. Van en aumento, delatan un sinfín de minúsculas patitas. Entonces brillan repentinamente las lámparas y todos golpeamos a un tiempo sobre el negro montón movedizo que se deshace chillando. La cosa ha funcionado. Con la pala tiramos los pedazos de rata por encima del parapeto y nos preparamos de nuevo.
El truco tiene éxito algunas veces más. Después las ratas ya no vuelven, sin duda, porque han sospechado algo o porque huelen la sangre. Sin embargo, a la mañana siguiente nos damos cuenta de que ha desaparecido el pan que había quedado en el suelo. En el sector vecino, las ratas han atacado a dos grandes gatos y a un perro. Los han matado a mordiscos y se los han comido.

En este momento oímos detrás de nosotros unos silbidos que van creciendo hasta convertirse en un fragor de trueno. Nos hemos agachado; cien metros más allá se abre una nube de fuego.
Al cabo de unos segundos, una parte del bosque se eleva lentamente en el aire. Es un segundo obús que acaba de estallar y ha arrancado tres o cuatro árboles que vuelan, lentamente, por encima de lo demás, antes de romperse en pedazos y caer. Ya zumban como válvulas de caldera, los obuses que siguen... Fuego intenso.
— ¡Cubríos! —aúlla alguien—. ¡Cubríos!
Los prados son lisos, el bosque está demasiado lejos y es peligroso; no hay otro escondrijo que el cementerio, los túmulos y las tumbas. Nos abalanzamos hacia ellos, tropezando en la oscuridad, y cada uno de nosotros se lanza detrás de un montículo de tierra y se aplasta contra él como un escupitajo.
Justo a tiempo. La oscuridad enloquece, tiembla y se enfurece. Sombras más negras que la noche se lanzan con rabia sobre nosotros, nos pasan por encima con sus enormes jorobas. El fuego de las explosiones estremece de relámpagos el cementerio.
No hay escapatoria. Al resplandor de las granadas arriesgo una ojeada hacia los prados. Son como un mar tempestuoso, las llamas de los proyectiles brotan como surtidores. Es imposible pasar a través de ellos.
El bosque desaparece, queda destrozado, trinchado, hecho migas. Hemos de quedarnos aquí, en el cementerio. Delante de nosotros, la tierra revienta. Llueven terrones. Siento un golpe. La metralla se ha llevado una de mis mangas. Cierro el puño. No me duele. Esto, sin embargo, no me tranquiliza, las heridas no duelen hasta más tarde. Me palpo el brazo. Está arañado, pero entero. Recibo un golpe en la cabeza y voy a perder el conocimiento.
Un pensamiento me atraviesa como un rayo: «¡No te desmayes!» Me hundo en la oscuridad de un abismo, pero emerjo de nuevo enseguida. Un trozo de metralla ha tropezado contra mi casco, pero venía de tan lejos que no ha tenido fuerza para atravesarlo. Limpio
mis ojos de barro. Frente a mí se ha abierto un gran agujero; puedo distinguirlo borrosamente. No es frecuente que los obuses caigan en el mismo lugar. Por esta razón quiero meterme en él. Salto de mi escondite y quedo tendido boca abajo, como un pez.
Pero la cosa vuelve a empezar. Me encojo inmediatamente y tiento, con las manos, para encontrar un refugio. Toco algo a mi izquierda e intento apretarme a su lado, pero cede, gimo, la tierra se agrieta, la presión del aire me maltrata los oídos, me oculto bajo la cosa que no resiste, me cubro con ella, es madera, madera y ropa, un miserable cobertor contra la furia de la metralla.
Abro los ojos; mis dedos aprietan una manga, un brazo. ¿Un herido? Lo llamo... No responde. Un muerto. Mi mano palpa más allá, encuentra astillas de madera... ¡Ah, sí! Estamos en un cementerio. El fuego, no obstante, es más fuerte que cualquier otra consideración.
Apaga, adormece los reparos; me hundo todavía más abajo del ataúd; él me protegerá, aunque encierre en su interior la misma muerte. Delante de mí se abre el embudo. Lo acaricio con la mirada, habré de lanzarme hacia él de un salto. Me dan un golpe en la cara, una mano me agarra por la espalda. ¿Ha despertado el cadáver? La mano me sacude, me doy la vuelta y un momentáneo resplandor me permite ver el rostro de Katczinsky. Tiene la boca abierta, grita algo.
No oigo nada. Me sacude con fuerza, acercándose cada vez más. En un instante de menor ruido me llega su voz:
— ¡Gas! ¡Gaas! ¡Haz que corra!
Tomo la careta. Algo alejado de mí hay alguien tendido. Sólo pienso en una cosa: ha de saberlo.
— ¡Gaas! ¡Gaas!
Grito, me arrastro hacia él, le hago señales con la careta. No se da cuenta de nada. Empiezo de nuevo... Tan sólo se encoge asustado; es un recluta. Miro con desesperación a Kat. Ya lleva puesta la careta. De un golpe me saco el casco que rueda por el suelo y me pongo la mía. Me acerco al hombre, tomo su máscara y se la pongo sobre la cabeza; él la coge, lo dejo, y de un salto, me meto en el embudo.
La explosión sorda de las granadas de gas se mezcla con el estallido de los proyectiles. Una campana resuena entre el fragor del bombardeo; tambores, carracas metálicas, hacen correr la noticia:
¡Gas, gas, gas!
Algo cae a mi espalda, una, dos veces. Froto las ventanitas de la careta, empañadas por el aliento. Son Kat, Kropp y otro. Los cuatro nos estamos quietos, inmóviles, en una tensión angustiosa, atentos, sin respirar apenas.
Estos primeros minutos con la máscara deciden entre la vida y la muerte. ¿Estará bien  cerrada? Conozco las terribles imágenes del hospital; enfermos de gas que en un ahogo que dura días y días escupen, a pedazos, sus pulmones calcinados.
Con precaución, los dientes cerrados sobre la cápsula, respiro. El vaho ya se arrastra por el suelo y se insinúa en todos los agujeros.
Como una medusa, ancha y viscosa, se apodera de nuestro embudo, lo llena. Doy un empujón a Kat. Es preferible salir y tendernos arriba que no quedarnos en el agujero, donde el gas se acumula. Pero no podemos hacerlo. El fuego cae, de nuevo, como una granizada. Es algo más que el continuo estallido de los obuses, es como si la tierra aullase. Algo se nos viene encima haciendo un ruido seco. Cae cerca de nosotros; es un ataúd que debe haber sido lanzado al aire por una explosión.
Veo que Kat se mueve y me acerco. El ataúd ha caído sobre el brazo del cuarto soldado que estaba con nosotros en el embudo. El hombre intenta, con la otra mano, quitarse la careta. Kropp le detiene a tiempo, le dobla el brazo y le sostiene fuertemente la muñeca contra la espalda. Kat y yo nos disponemos a liberarle el brazo herido. La tapa del ataúd está floja y partida. La arrancamos con facilidad y sacamos el cadáver, que cae resbalando como un saco. Después probamos de levantar el ataúd.
Afortunadamente, el hombre ha perdido el conocimiento y Albert puede ayudarnos. Ahora ya no es necesario que vayamos con tanto cuidado, pero nos apresuramos tanto como nos es posible hasta que el ataúd, con un crujido, cede bajo la acción en palanca de nuestras palas.
Ha aclarado un poco. Kat coge un trozo de madera de la tapa, la pone bajo el brazo roto y lo aseguramos con las vendas de nuestras curas individuales. Es todo lo que podemos hacer, de momento. La cabeza me hierve y me palpita en el interior de la careta; parece a punto de estallar. Los pulmones están congestionados. Para respirar sólo disponen siempre del mismo aliento viciado. Se me hinchan las venas de las sienes. Parece que vaya a ahogarme.
Una luz grisácea llega hasta nosotros. Arriba el viento barre el cementerio. Subo hasta el borde del embudo. Al resplandor turbio de la alborada veo una pierna seccionada, la bota está intacta. La distingo claramente por un instante.
Ahora alguien se levanta unos metros más allá. Froto las ventanitas que vuelven a empañarse enseguida por el jadeo a que me fuerza la tensión; miro fijamente... El hombre ya no lleva careta.
Espero unos segundos —no cae, mira a su alrededor buscando alguna cosa, da unos pasos—, el viento ha limpiado de gas el cementerio, el aire está libre. Entonces yo también, jadeando, me arranco la máscara y caigo al suelo. El aire me penetra como si fuera agua helada, los ojos quieren abandonar sus órbitas, me inunda la frescura de la ola y pierdo el sentido.
El bombardeo ha cesado. Me asomo al embudo y hago señas a los demás. Suben y se quitan la máscara. Cogemos en brazos al herido, uno de nosotros le sostiene el brazo maltrecho. Nos alejamos así, deprisa, tropezando por el camino.
El cementerio es una ruina. Ataúdes y cadáveres están diseminados por todas partes. Es como si hubieran muerto de nuevo; pero cada uno de ellos, al ser destrozado, ha salvado la vida de uno de los nuestros. La puerta ha sido destruida; los raíles del tren de campaña que pasa por los alrededores están arrancados y se levantan, curvados, hacia el cielo. Delante de nosotros hay alguien tendido. Nos detenemos; sólo Kropp sigue adelante llevando al herido.
El que está en el suelo es un recluta. Tiene una nalga llena de sangre; está tan abatido que saco mi cantimplora llena de té con ron.
Kat me detiene y se inclina sobre él:
— ¿Dónde te han dado, compañero?
Mueve los ojos; está demasiado débil para responder.
Le cortamos con precaución los pantalones. Gime.
—Tranquilo, tranquilo. Esto te aliviará.
Si tiene una bala en el vientre no puede beber. No ha vomitado, buena señal. Desnudamos su nalga. Es un montón de carne picada con astillas de hueso. Le han destrozado la articulación. Este muchacho no caminará jamás.
Le froto las sienes con los dedos húmedos y luego le doy un buen trago de mi cantimplora. Los ojos se le animan. Hasta ahora no nos hemos dado cuenta de que también sangra por el brazo derecho.
Kat deshace unos paquetes de vendas y las coloca, tan extendidas como puede, para poder cubrir la herida. Busco un pedazo de ropa para envolverlo, no lo encuentro y corto un poco más sus pantalones para poder hacer una venda con un trozo de sus calzoncillos; pero no lleva. Entonces me fijo en su cara: es el mismo muchacho de antes, el del pelo color lino.
Entretanto, Kat ha encontrado un pequeño paquete de vendas en el bolsillo de un cadáver; las aplicamos con cuidado en la herida.
Digo al joven, que nos mira atentamente:
—Vamos a buscar una camilla.
Abre la boca y suspira:
—No se muevan de aquí.
Kat dice:
—Volvemos enseguida. Vamos a buscar una camilla para poder llevarte.
No sabemos si nos ha comprendido. Lloriquea como un niño a
nuestras espaldas:
—No se marchen.
Kat se da la vuelta y susurra:
— ¿No sería mejor, simplemente, agarrar un revólver y que esto terminara?
Este muchacho apenas si resistirá el transporte y, con mucha suerte, podrá vivir algunos días. Lo que ha sufrido hasta ahora no es nada comparado con lo que pasará hasta morir. Por el momento está aturdido y no siente nada. Dentro de una hora será un haz aullador
de insoportables dolores. Los días que le quedan de vida significan para él una tortura rabiosa e ininterrumpida. ¿A quién puede aprovechar que él viva estos pocos días?
—Sí, Kat; deberíamos coger el revólver.
—Dámelo —dice, y se detiene.
Está decidido, me doy cuenta. Miramos a nuestro alrededor, pero ya no estamos solos. Delante mismo de nosotros se va formando un grupo, de embudos y agujeros surgiendo cabezas de soldados.
—Vamos a buscar una camilla.
Kat mueve la cabeza.
—Unos muchachos tan jóvenes...
Y repite:
—Unos muchachos tan jóvenes, tan inocentes...

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