Extractos de la novela escrita por Erich María Remarque, basada en su experiencia como soldado entre 1916 y 1918 en la Gran Guerra:
Kantorek era nuestro profesor; un hombre pequeño y severo,
con levita gris y cara de musaraña. Tenía, poco más o menos, la misma estatura
que el suboficial Himmelstoss, el «terror de Klosterberg». Resulta cómico, por
otra parte, que la desgracia en este mundo venga tan a menudo de la mano de
hombres cortos de talla. Son mucho más enérgicos que los altos.
Siempre he evitado formar parte de compañías mandadas por
hombres pequeños; en general son inaguantablemente necios. Kantorek, en las
horas de gimnasia, nos atiborró de discursos hasta que toda nuestra clase, con
él a la cabeza, fuimos a la Comandancia del distrito para alistarnos. Todavía
lo veo delante de mí, preguntándonos con los ojos relampagueantes tras los
cristales de las gafas y la voz conmovida: —Iréis todos, ¿no es cierto?
Estos pedagogos llevan, con excesiva frecuencia, los
sentimientos en el bolsillo del chaleco; ciertamente de esta forma pueden
distribuirlos en cualquier momento. Pero nosotros, entonces, no lo sabíamos.
Sólo uno se resistió a venir. Joseph Behm, un muchacho gordo y bonachón. Más
tarde, sin embargo, se dejó convencer. No tenía otra alternativa. Quizás otros
pensaran como él, pero era muy difícil confesarlo, pues en aquella época
incluso vuestros padres tenían presta la palabra «cobarde» para echárnosla al
rostro. Y es que entonces nadie presentía lo que iba a pasar.
Los más razonables eran, sin duda, la gente sencilla y
pobre; en seguida consideraron la guerra como un desastre, mientras que, por el
contrario, los acomodados no cabían en su piel de alegría; y sin embargo,
ellos, mejor que nadie, pudieron prever las consecuencias. Katczinsky dice que
de eso tiene la culpa la educación, que nos atonta. Y pensad que cuando Kat
afirma algo, es que antes lo ha meditado bien. Casualmente, Behm fue de los
primeros en caer. Recibió una bala en los ojos durante un combate y lo dejamos
por muerto. No pudimos recogerle porque debimos retroceder precipitadamente.
Por la tarde lo oímos gritar y vimos cómo se arrastraba por
el campo. Sólo había perdido el conocimiento. Como no podía ver, zigzagueaba
loco de dolor, sin aprovechar ninguna defensa, sin cubrirse. Así le mataron a
tiros desde el otro lado, antes que nadie de nosotros hubiera podido salir a
buscarlo. Naturalmente eso no puede ser relacionado con Kantorek; ¿cómo
terminaríamos, si no, empezando por ver ahí una culpabilidad? Existen miles de
Kantoreks y todos están convencidos de que lo que hacen, tan cómodo para ellos,
es lo mejor que pueden hacer. Precisamente en esto consiste su fracaso.
Habrían debido ser para nosotros, jóvenes de dieciocho
años, los mediadores, los guías, que nos condujeran al mundo de la madurez, al
mundo del trabajo, del deber, de la cultura y del progreso, hacia el porvenir.
A veces nos burlábamos de ellos y les jugábamos alguna trastada, pero en el
fondo teníamos fe en ellos. La noción de la autoridad, que representaban, les
otorgaba a nuestros ojos mucha más perspicacia y sentido común. Pero el primero
de nosotros que murió echó por los suelos esta convicción.
Tuvimos que darnos cuenta de que nuestra edad era mucho más
leal que la suya; no tenían por encima de nosotros más ventajas que la frase
huera y la habilidad. El primer bombardeo nos reveló nuestro error, y al darnos
cuenta de ello, se derrumbó, con él, el concepto del mundo que nos habían
enseñado. Mientras ellos seguían escribiendo y discurseando, nosotros veíamos
ambulancias y moribundos; mientras ellos proclamaban como sublime el servicio
al Estado, nosotros sabíamos ya que el miedo a la muerte es mucho más intenso.
Con todo, no fuimos rebeldes, ni desertores, ni cobardes —tenían siempre tan
dispuestas estas palabras—; amábamos a nuestra patria tanto como ellos y al
llegar el momento de un ataque, nos lanzábamos a él con coraje. Pero ahora
distinguíamos.
Ahora habíamos aprendido a mirar las cosas cara a cara y
nos dábamos cuenta que, en su mundo, nada se sostenía. Nos sentimos solos de
pronto, terriblemente solos; y solos también debíamos encontrar la salida.
Antes de visitar a Kemmerich, hacemos un paquete con todas
sus cosas; podría necesitarlas durante el camino. En el ambulatorio hay mucho
movimiento; como siempre, hiede a fenol, a pus y a sudor. Uno se acostumbra a
muchas cosas en las barracas, pero aquí nos sentimos desfallecer. Preguntamos
dónde está Kemmerich; lo han puesto en una sala y nos recibe con una débil
expresión de alegría y una agitación impotente.
Mientras estaba sin conocimiento le han robado el reloj.
Müller mueve la cabeza y dice: —Ya te lo había dicho; no puede llevarse un
reloj tan bueno encima. Müller es un poco tocho y siempre quiere tener razón.
De otra forma callaría, porque se ve muy claro que Kemmerich no saldrá nunca de
esta sala. Que recupere o no el reloj, es indiferente. Lo máximo que podríamos
hacer sería mandarlo a su casa.
— ¿Cómo va eso, Franz? —pregunta Kropp. Kemmerich agacha la
cabeza. —Bien, bastante bien, si no fuese por estos terribles dolores en el
pie. Miramos las mantas que lo cubren. Su pierna está dentro de un cesto de
alambre sobre el que se abomba la ropa de la cama. Doy a Müller un golpe de
rodilla, pues es capaz de contarle a Kemmerich lo que nos han dicho los
sanitarios antes de entrar: que Kemmerich no tiene ya pie; le han amputado la
pierna.
Su aspecto es horrible. En la cara, pálida y apagada, tiene
ya aquellas extrañas líneas que tan bien conocemos por haberlas visto
centenares de veces. No son propiamente líneas sino más bien señales. Bajo la
piel ya no late la vida que se ha replegado a los límites del cuerpo; la muerte
trabaja el interior del organismo y ya es dueña de los ojos.
He aquí a nuestro compañero Kemmerich, que hace poco
todavía asaba carne de caballo con nosotros y se arrellanaba, cuidadosamente,
en el interior de los grandes embudos que dejan los obuses. Es él y, sin
embargo, ya no es él. Su fisonomía se ha difuminado, se ha hecho imprecisa y
desteñida como aquellas placas fotográficas sobre las que se han tomado dos
instantáneas. Su misma voz tiene un tono ceniciento. Recuerdo ahora la escena
de nuestra partida. Su madre, una buena mujer muy gorda, le acompañó a la
estación. Lloraba sin parar y tenía el rostro descompuesto y abotargado.
Kemmerich se sentía molesto, pues ella era la menos serena de todas.
Literalmente se deshacía en sebo y agua. La pobre mujer se había fijado en mí
y, agarrándome por el brazo, me suplicaba a cada momento que cuidara a su
Franz.
Ciertamente el muchacho tenía cara de niño y unos huesos
tan flojos que con sólo cuatro semanas de llevar mochila detentaba ya unos
hermosos pies planos. ¡Pero cómo es posible cuidar a alguien en campaña! —Bien
—dice Kropp—, ahora te irás a casa. Si hubieras tenido que esperar a un
permiso, tenías, como mínimo, para tres o cuatro meses. Kemmerich asiente con
la cabeza. No puedo mirar sus manos, son como la cera. Bajo las uñas lleva
todavía el barro de las trincheras, de un color azul oscuro; parece veneno.
Pienso que estas uñas irán creciendo mucho tiempo todavía, como una fantasmal
vegetación subterránea, cuando Kemmerich ya no viva.
Me parece verlo, tenerlo delante de mí; las uñas se
arrollan como tirabuzones y crecen, crecen juntamente con el cabello encima del
cráneo que se descompone, como la hierba encima de una tierra bien abonada.
¿Cómo es posible esto? Müller se agacha.
—Hemos traído tus cosas, Franz. Kemmerich hace un signo con
la mano.
—Ponlas debajo de la cama. Müller lo hace. Kemmerich vuelve
a hablar de su reloj. No sé cómo tranquilizarlo sin inspirarle recelo. Müller
se levanta con un par de botas de aviador en la mano. Son unas soberbias botas
inglesas, de cuero amarillo y suave, que deben llegar a la rodilla y se
abrochan con unos cordones a lo largo de toda la caña. Algo espléndido,
envidiable. Müller las contempla y entusiasmado, las compara con sus bastos
zapatones y pregunta:
— ¿Piensas llevarte también estas botas, Franz? Los tres
tenemos el mismo pensamiento: aunque sanara no podría utilizar más que una, o
sea, que no tendrían ningún valor para él. Tal como están las cosas es una
lástima que se queden aquí, porque los sanitarios las rapiñarán en cuanto
muera.
Müller insiste: — ¿No quieres dejarlas aquí? Kemmerich no
lo quiere. Son la mejor pieza de su equipo.
—Podríamos cambiártelas —sigue Müller—. Aquí, en campaña,
es necesaria una cosa así. Pero Kemmerich no quiere ni oír hablar de ello. Toco
a Müller con el pie, y éste, dudando todavía, vuelve a poner las botas en su
lugar, bajo la cama. Permanecemos con él algunos minutos más y luego nos
despedimos: —Que te vaya bien, Franz. Le prometo volver mañana. Müller también;
piensa en las botas y quiere vigilarlas. Kemmerich gime. Tiene fiebre. Fuera,
detenemos a un sanitario y le pedimos que dé una inyección a Kemmerich. El se
niega.
—Si quisiéramos dar morfina a todos, necesitaríamos muchos
barriles.
—Por lo visto, sólo te dignas servir a los oficiales —dice
Kropp, rencorosamente. Intervengo y empiezo por alargar un cigarrillo al
sanitario. Lo toma y después le pregunto: —Tú no debes estar autorizado para
poner inyecciones, ¿verdad? Mi pregunta le ofende. —Si tampoco me creeréis, no
veo por qué he de decíroslo... Le pongo dos cigarrillos más en la mano.
—Vamos, pues, haznos este favor. —Bueno, sea —dice. Kropp
entra con él. Desconfía y quiere verlo. Nosotros esperamos fuera. Müller vuelve
a empezar con lo de las botas. —Me irían de primera. Con estas barcas siempre
llevo los pies llenos de ampollas. ¿A ti te parece que vivirá hasta mañana
después del servicio? Si revienta esta noche ya podemos despedirnos de ellas.
Albert regresa.
— ¿Qué os parece? —pregunta. —Está listo —dice Müller,
categórico. Volvemos hacia los barracones. Pienso en la carta que tendré que
escribir a su madre. Tengo frío y quisiera beber una copita de aguardiente.
Müller arranca briznas de hierba y se las pone en la boca. Súbitamente, el
pequeño Kropp tira su cigarrillo y lo pisotea con furia, mira a su alrededor
con el rostro desencajado y deshecho. Balbucea:
— ¡Qué mierda! ¡Qué maldita mierda!
Andamos todavía un buen rato. Kropp se ha calmado. Todos
sabemos de qué va. Era una crisis del frente. Todos la hemos sufrido alguna
vez.
Müller le pregunta: —A propósito. ¿Qué te decía Kantorek?
El otro estalla en carcajadas: —Decía que nosotros éramos
la juventud de hierro. Reímos con rabia. Kropp se deshace en insultos; está
contento de poder desahogarse. — ¡Esto, esto es lo que creen ellos, los millares
de Kantoreks! Juventud de hierro. ¿Juventud? Ninguno de nosotros tiene más de
veinte años, pero no somos jóvenes. Nuestra juventud... Estas cosas son ya agua
pasada... Somos viejos, muy viejos nosotros.
Debemos vigilar nuestro pan. Las ratas se han multiplicado
mucho en estos últimos tiempos, desde que las trincheras no están ya tan bien
ordenadas. Detering pretende que esto es una señal inequívoca de que habrá jaleo.
Las ratas aquí resultan singularmente repugnantes porque
son muy grandes. Son de las llamadas «ratas de cadáver». Tienen una cara
abominable, maligna, completamente pelada, puede darte náusea sólo con ver sus
largas colas desnudas.
Parece que están muy hambrientas. Han roído el pan a casi
todos, Kropp ha envuelto el suyo con una lona y se lo ha puesto como almohada,
pero no puede dormir porque las ratas le corren por el rostro para llegar hasta
él. Detering pretendió ser más listo; ató un alambre al techo y colgó de él su
paquete de pan. Cuando por la noche encendió su lámpara de bolsillo pudo darse
cuenta de que el paquete oscilaba. Una rata enorme cabalgaba encima.
Tomamos finalmente una decisión. Recortamos con cuidado los
trozos de pan que han sido roídos por las ratas; tirarlo todo no podemos
hacerlo de ninguna manera porque sino no tendríamos nada que comer mañana.
Las rebanadas que hemos cortado se amontonan en el centro del
refugio. Cada uno coge su pala dispuesto a pegar. Detering, Kropp y Kat
preparan sus linternas. A los pocos instantes oímos ya mordiscos y tirones. Van
en aumento, delatan un sinfín de minúsculas patitas. Entonces brillan repentinamente
las lámparas y todos golpeamos a un tiempo sobre el negro montón movedizo que
se deshace chillando. La cosa ha funcionado. Con la pala tiramos los pedazos de
rata por encima del parapeto y nos preparamos de nuevo.
El truco tiene éxito algunas veces más. Después las ratas
ya no vuelven, sin duda, porque han sospechado algo o porque huelen la sangre.
Sin embargo, a la mañana siguiente nos damos cuenta de que ha desaparecido el
pan que había quedado en el suelo. En el sector vecino, las ratas han atacado a dos grandes
gatos y a un perro. Los han matado a mordiscos y se los han comido.
En
este momento oímos detrás de nosotros unos silbidos que van creciendo hasta
convertirse en un fragor de trueno. Nos hemos agachado; cien metros más allá se
abre una nube de fuego.
Al
cabo de unos segundos, una parte del bosque se eleva lentamente en el aire. Es
un segundo obús que acaba de estallar y ha arrancado tres o cuatro árboles que
vuelan, lentamente, por encima de lo demás, antes de romperse en pedazos y
caer. Ya zumban como válvulas de caldera, los obuses que siguen... Fuego
intenso.
—
¡Cubríos! —aúlla alguien—. ¡Cubríos!
Los
prados son lisos, el bosque está demasiado lejos y es peligroso; no hay otro
escondrijo que el cementerio, los túmulos y las tumbas. Nos abalanzamos hacia
ellos, tropezando en la oscuridad, y cada uno de nosotros se lanza detrás de un
montículo de tierra y se aplasta contra él como un escupitajo.
Justo
a tiempo. La oscuridad enloquece, tiembla y se enfurece. Sombras más negras que
la noche se lanzan con rabia sobre nosotros, nos pasan por encima con sus
enormes jorobas. El fuego de las explosiones estremece de relámpagos el
cementerio.
No
hay escapatoria. Al resplandor de las granadas arriesgo una ojeada hacia los
prados. Son como un mar tempestuoso, las llamas de los proyectiles brotan como
surtidores. Es imposible pasar a través de ellos.
El
bosque desaparece, queda destrozado, trinchado, hecho migas. Hemos de quedarnos
aquí, en el cementerio. Delante de nosotros, la tierra revienta. Llueven
terrones. Siento un
golpe. La metralla se ha llevado una de mis mangas. Cierro el puño. No me
duele. Esto, sin embargo, no me tranquiliza, las heridas no duelen hasta más
tarde. Me palpo el brazo. Está arañado, pero entero. Recibo un golpe en la
cabeza y voy a perder el conocimiento.
Un
pensamiento me atraviesa como un rayo: «¡No te desmayes!» Me hundo en la
oscuridad de un abismo, pero emerjo de nuevo enseguida. Un trozo de metralla ha
tropezado contra mi casco, pero venía de tan lejos que no ha tenido fuerza para
atravesarlo. Limpio
mis
ojos de barro. Frente a mí se ha abierto un gran agujero; puedo distinguirlo borrosamente.
No es frecuente que los obuses caigan en el mismo lugar. Por esta razón quiero
meterme en él. Salto de mi escondite y quedo tendido boca abajo, como un pez.
Pero
la cosa vuelve a empezar. Me encojo inmediatamente y tiento, con las manos,
para encontrar un refugio. Toco algo a mi izquierda e intento apretarme a su
lado, pero cede, gimo, la tierra se agrieta, la presión del aire me maltrata
los oídos, me oculto bajo la cosa
que no resiste, me cubro con ella, es madera, madera y ropa, un miserable
cobertor contra la furia de la metralla.
Abro
los ojos; mis dedos aprietan una manga, un brazo. ¿Un herido? Lo llamo... No
responde. Un muerto. Mi mano palpa más allá, encuentra astillas de madera...
¡Ah, sí! Estamos en un cementerio. El fuego, no obstante, es más fuerte que
cualquier otra consideración.
Apaga,
adormece los reparos; me hundo todavía más abajo del ataúd; él me protegerá,
aunque encierre en su interior la misma muerte. Delante de mí se abre el
embudo. Lo acaricio con la mirada, habré de lanzarme hacia él de un salto. Me
dan un golpe en la cara, una
mano me agarra por la espalda. ¿Ha despertado el cadáver? La mano me sacude, me
doy la vuelta y un momentáneo resplandor me permite ver el rostro de
Katczinsky. Tiene la boca abierta, grita algo.
No
oigo nada. Me sacude con fuerza, acercándose cada vez más. En un instante de
menor ruido me llega su voz:
—
¡Gas! ¡Gaas! ¡Haz que corra!
Tomo la careta. Algo alejado de mí hay alguien tendido. Sólo pienso en una cosa: ha
de saberlo.
—
¡Gaas! ¡Gaas!
Grito,
me arrastro hacia él, le hago señales con la careta. No se da cuenta de nada.
Empiezo de nuevo... Tan sólo se encoge asustado; es un recluta. Miro con
desesperación a Kat. Ya lleva puesta la careta. De un golpe me saco el casco
que rueda por el suelo y me pongo la mía. Me acerco al hombre, tomo su máscara
y se la pongo sobre la cabeza; él la coge, lo dejo, y de un salto, me meto en el
embudo.
La
explosión sorda de las granadas de gas se mezcla con el estallido de los
proyectiles. Una campana resuena entre el fragor del bombardeo; tambores,
carracas metálicas, hacen correr la noticia:
¡Gas,
gas, gas!
Algo
cae a mi espalda, una, dos veces. Froto las ventanitas de la careta, empañadas
por el aliento. Son Kat, Kropp y otro. Los cuatro nos estamos quietos,
inmóviles, en una tensión angustiosa, atentos, sin respirar apenas.
Estos
primeros minutos con la máscara deciden entre la vida y la muerte. ¿Estará bien
cerrada? Conozco las terribles imágenes
del hospital; enfermos de gas que en un ahogo que dura días y días escupen, a
pedazos, sus pulmones calcinados.
Con
precaución, los dientes cerrados sobre la cápsula, respiro. El vaho ya se
arrastra por el suelo y se insinúa en todos los agujeros.
Como
una medusa, ancha y viscosa, se apodera de nuestro embudo, lo llena. Doy un
empujón a Kat. Es preferible salir y tendernos arriba que no quedarnos en el
agujero, donde el gas se acumula. Pero no podemos hacerlo. El fuego cae, de
nuevo, como una granizada. Es algo más que el continuo estallido de los obuses,
es como si la tierra aullase. Algo se nos viene encima haciendo un ruido seco.
Cae cerca de nosotros; es un ataúd que debe haber sido lanzado al aire por una
explosión.
Veo
que Kat se mueve y me acerco. El ataúd ha caído sobre el brazo del cuarto
soldado que estaba con nosotros en el embudo. El hombre intenta, con la otra
mano, quitarse la careta. Kropp le detiene a tiempo, le dobla el brazo y le
sostiene fuertemente la muñeca contra
la espalda. Kat y yo nos disponemos a liberarle el brazo herido. La tapa del ataúd
está floja y partida. La arrancamos con facilidad y sacamos el cadáver, que cae
resbalando como un saco. Después probamos de levantar el ataúd.
Afortunadamente,
el hombre ha perdido el conocimiento y Albert puede ayudarnos. Ahora ya no es
necesario que vayamos con tanto cuidado, pero nos apresuramos tanto como nos es
posible hasta que el ataúd, con un crujido, cede bajo la acción en palanca de nuestras
palas.
Ha
aclarado un poco. Kat coge un trozo de madera de la tapa, la pone bajo el brazo
roto y lo aseguramos con las vendas de nuestras curas individuales. Es todo lo
que podemos hacer, de momento. La cabeza me hierve y me palpita en el interior
de la careta; parece a punto de estallar. Los pulmones están congestionados.
Para respirar sólo disponen siempre del mismo aliento viciado. Se me hinchan
las venas de las sienes. Parece que vaya a ahogarme.
Una
luz grisácea llega hasta nosotros. Arriba el viento barre el cementerio. Subo
hasta el borde del embudo. Al resplandor turbio de la alborada veo una pierna
seccionada, la bota está intacta. La distingo claramente por un instante.
Ahora
alguien se levanta unos metros más allá. Froto las ventanitas que vuelven a
empañarse enseguida por el jadeo a que me fuerza la tensión; miro fijamente...
El hombre ya no lleva careta.
Espero
unos segundos —no cae, mira a su alrededor buscando alguna cosa, da unos
pasos—, el viento ha limpiado de gas el cementerio, el aire está libre.
Entonces yo también, jadeando, me arranco la máscara y caigo al suelo. El aire
me penetra como si fuera agua helada, los ojos quieren abandonar sus órbitas,
me inunda la frescura de la ola y pierdo el sentido.
El
bombardeo ha cesado. Me asomo al embudo y hago señas a los demás. Suben y se
quitan la máscara. Cogemos en brazos al herido, uno de nosotros le sostiene el
brazo maltrecho. Nos alejamos así, deprisa, tropezando por el camino.
El
cementerio es una ruina. Ataúdes y cadáveres están diseminados por todas
partes. Es como si hubieran muerto de nuevo; pero cada uno de ellos, al ser
destrozado, ha salvado la vida de uno de los nuestros. La puerta ha sido
destruida; los raíles del tren de campaña que pasa
por los alrededores están arrancados y se levantan, curvados, hacia el cielo.
Delante de nosotros hay alguien tendido. Nos detenemos; sólo Kropp sigue
adelante llevando al herido.
El
que está en el suelo es un recluta. Tiene una nalga llena de sangre; está tan
abatido que saco mi cantimplora llena de té con ron.
Kat
me detiene y se inclina sobre él:
—
¿Dónde te han dado, compañero?
Mueve
los ojos; está demasiado débil para responder.
Le
cortamos con precaución los pantalones. Gime.
—Tranquilo,
tranquilo. Esto te aliviará.
Si
tiene una bala en el vientre no puede beber. No ha vomitado, buena señal.
Desnudamos su nalga. Es un montón de carne picada con astillas de hueso. Le han
destrozado la articulación. Este muchacho no caminará jamás.
Le
froto las sienes con los dedos húmedos y luego le doy un buen trago de mi
cantimplora. Los ojos se le animan. Hasta ahora no nos hemos dado cuenta de que
también sangra por el brazo derecho.
Kat
deshace unos paquetes de vendas y las coloca, tan extendidas como puede, para
poder cubrir la herida. Busco un pedazo de ropa para envolverlo, no lo
encuentro y corto un poco más sus pantalones para poder hacer una venda con un
trozo de sus calzoncillos; pero no lleva.
Entonces me fijo en su cara: es el mismo muchacho de antes, el del pelo color
lino.
Entretanto,
Kat ha encontrado un pequeño paquete de vendas en el bolsillo de un cadáver;
las aplicamos con cuidado en la herida.
Digo
al joven, que nos mira atentamente:
—Vamos
a buscar una camilla.
Abre
la boca y suspira:
—No se
muevan de aquí.
Kat
dice:
—Volvemos
enseguida. Vamos a buscar una camilla para poder llevarte.
No
sabemos si nos ha comprendido. Lloriquea como un niño a
nuestras
espaldas:
—No se
marchen.
Kat
se da la vuelta y susurra:
—
¿No sería mejor, simplemente, agarrar un revólver y que esto terminara?
Este
muchacho apenas si resistirá el transporte y, con mucha suerte, podrá vivir
algunos días. Lo que ha sufrido hasta ahora no es nada comparado con lo que
pasará hasta morir. Por el momento está aturdido y no siente nada. Dentro de
una hora será un haz aullador
de
insoportables dolores. Los días que le quedan de vida significan para él una
tortura rabiosa e ininterrumpida. ¿A quién puede aprovechar que él viva estos
pocos días?
—Sí,
Kat; deberíamos coger el revólver.
—Dámelo
—dice, y se detiene.
Está
decidido, me doy cuenta. Miramos a nuestro alrededor, pero ya no estamos solos.
Delante mismo de nosotros se va formando un grupo, de embudos y agujeros
surgiendo cabezas de soldados.
—Vamos
a buscar una camilla.
Kat
mueve la cabeza.
—Unos
muchachos tan jóvenes...
Y
repite:
—Unos
muchachos tan jóvenes, tan inocentes...