Tres posibilidades se abrían al pobre que se
encontraba al margen de la sociedad burguesa y sin protección efectiva. Podía
esforzarse en hacerse burgués, podía desmoralizarse o podía rebelarse.
Lo primero no sólo era técnicamente difícil para
quienes carecían de un mínimo de bienes o de instrucción, sino también
profundamente desagradable. La introducción de un sistema individualista y
puramente utilitario de conducta social, la jungla anárquica de la sociedad
burguesa, teóricamente justificada con su divisa “cada hombre para sí y que al
último se lo lleve el diablo”, parecía a los hombres criados en las sociedades
tradicionales poco mejor que la maldad desenfrenada.
Claro está que había trabajadores que hacían lo
posible por unirse a las capas medias o al menos por seguir los preceptos de
austeridad, de ayudarse y mejorarse a sí mismos.
Había muchos más que, enfrentados con una catástrofe
social que no entendían, empobrecidos, explotados, hacinados en suburbios en
donde se mezclaban el frío y la inmundicia, se hundían en la desmoralización.
Las familias empeñaban las mantas cada semana hasta el día de paga. El alcohol
era “la salida más rápida de Manchester”.
La bebida no era la única muestra de desmoralización. El
infanticidio, la prostitución, el suicidio y el desequilibrio mental han sido
relacionados con aquel cataclismo económico y social. Tanto el aumento de la
criminalidad como el de violencias eran una especie de ciega afirmación
personal contra las fuerzas que amenazaban con destruir a la humanidad. La
floración de sectas y cultos apocalípticos, místicos y supersticiosos indica
una incapacidad parecida para contener los terremotos sociales que estaban
destrozando las vidas de los hombres.
Todas estas formas de desviación de la conducta social
tenían algo de común entre ellas, eran tentativas para escapar del destino de
ser un pobre hombre trabajador, o al menos para aceptar u olvidar la pobreza y
la humillación.
La alternativa de la evasión o la derrota era la
rebelión. La situación de los trabajadores pobres, y especialmente del
proletariado industrial que formaba su núcleo, era tal que la rebelión no solo
fue posible, sino casi obligada. Nada más inevitable en la primera mitad del
siglo XIX que la aparición de los movimientos obrero y socialista, así como el
desasosiego revolucionario de las masas.
Cualquiera que fuese la situación del trabajador
pobre, es indudable que todo el que pensara un poco en su situación – es decir,
que no aceptara las tribulaciones del pobre como parte de un destino inexorable
y del eterno designio de las cosas – tenía que advertir que el trabajador era
explotado y empobrecido por el rico, que se hacía más rico mientras el pobre se
hacía más pobre. Y el pobre sufría porque el rico se beneficiaba.
El movimiento obrero proporcionó una respuesta al
grito del hombre pobre. Era una organización de autodefensa, de protesta, de
revolución. Pero para el trabajador pobre era más que un instrumento de
combate: era también una norma de vida. La burguesía liberal no le ofrecía
nada; la historia le había sacado de la vida tradicional que los conservadores
prometían inútilmente mantener o restaurar. Nada tenían que esperar del género
de vida al que se veían arrastrados. Pero el movimiento les exigía una forma de
vivir diferente, colectiva, comunal, combativa, idealista y aislada, ya que,
esencialmente, era lucha. En cambio, les proporcionaba coherencia y objetivos.
El mito liberal suponía que los sindicatos estaban formados por toscos trabajadores
instigados por trabajadores sin conciencia; pero en realidad los trabajadores
toscos eran los menos partidarios de la unión, mientras los más inteligentes y
competentes la defendían con ardor.
Lo verdaderamente nuevo en el movimiento obrero era la
conciencia de clase. No era el “pobre” que se enfrentaba al “rico”. Una clase específica, la clase trabajadora,
obreros o proletariado, se enfrentaba a otra, patronos o capitalistas. La novedad
y rapidez del cambio social que los absorbía, incitó a los trabajadores a
pensar en los términos de una sociedad completamente distinta, basada en sus
experiencias e ideas opuestas a las de sus opresores. Sería cooperativa y no
competidora, colectivista y no individualista. Sería socialista.
Tomado
de: Eric Hobsbawm, “La era de las Revoluciones”.
ejercicio:
1. Sintetiza cada una de las opciones que tenía el obrero ante su situación social.
2. ¿Qué diferencias existen entre la última opción con relación a las otras dos?
3. Analiza el grabado del comienzo. ¿Qué te parece que quiere decir?