La Revolución Artiguista
Un
proceso regional
“Nuestra” revolución es parte del proceso iniciado en
Buenos Aires, en mayo de 1810, si bien en la Banda Oriental se inicia con el
“Grito de Asencio” en febrero de 1811. Nuestro “retraso” se explica por el
fracaso de sumar a la ciudad de Montevideo, (la más importante base naval en el
sur atlántico de las colonias españolas), por parte de quienes querían adherir
a la Junta bonaerense. A partir de allí el centro de gravedad de una posible
insurrección debe pasar a la campaña, porque también es allí donde la base
social, política y militar española es escasa y las tensiones contra la Corona
mayores.
En palabras de la historiadora Ana Frega, el inicio de
la revolución que reconoce el artiguismo es mayo de 1810, “celebrándose como fiesta cívica en la Provincia
Oriental aún en lo peores
momentos de lucha contra los portugueses, como por ejemplo en mayo de 1819 en
Maldonado.
Por eso una de
las preocupaciones de la Junta de Buenos Aires, era lograr la adhesión del resto del
virreinato mediante distintos mecanismos, en el caso de la Banda Oriental una vez fracasada la adhesión de Montevideo la forma
es el fomento del levantamiento de la campaña, donde una parte importe dependía
jurídicamente de Buenos Aires. El “Grito de Asencio” (actual
departamento de Soriano) en febrero de
1811, se da en jurisdicción de esa ciudad. Es la Revolución del Río de la Plata la que genera distintas corrientes dentro de ella,
una de las cuales es la que encabeza José Artigas, de construcción de un Estado
de características diferentes a las que propone Buenos Aires”.
La Revolución
comienza contra la oligarquía española poseedora de los principales medios de
producción y distribución (saladeros, barracas exportadoras, estancias
ganaderas, comercio monopólico, tráfico de esclavos, etc.), encumbrada en los
organismos de gobierno colonial y detentadora del status social privilegiado.
Contra esa
oligarquía es que se levantan la mayoría de los medianos y pequeños hacendados,
junto a algunos grandes estancieros, comerciantes de los pueblos, agricultores,
paisanos sin tierras, curas pueblerinos, gauchos, esclavos fugitivos y ciertas
poblaciones indígenas. Van a estar encabezados desde el punto de vista político – militar por oficiales del cuerpo de
Blandengues y caudillos locales. Es al frente de este gran arco social, al que
se suman los grupos juntistas derrotados en Montevideo, que se pone José
Artigas, primero como representante de la Junta de Buenos Aires y luego como “Jefe de los
Orientales”.
Pero también están
presentes, aunque subordinadas, las contradicciones de este heterogéneo
conjunto social. Por ejemplo, dentro de la clase de hacendados chocaban el gran
propietario con los numerosos ocupantes de sus campos, el grande o mediano
poseedor con el resto de los ocupantes, que con o sin títulos, en mayor o menor
cantidad, detentaban los campos.
El Federalismo y la soberanía particular de los
pueblos
En el Congreso de
Tres Cruces, convocado en abril de 1813 para elegir los diputados para la
Asamblea Constituyente reunida en Buenos Aires (que iba a redactar una
Constitución para establecer cómo iba a ser el nuevo gobierno), los orientales
fijaron las bases del proyecto alternativo. Se declaraba la independencia de
España y de la familia de los Borbones; se proclamaba la forma republicana de
gobierno; y se establecía que las provincias debían ligarse por alianzas
ofensivo-defensivas, preservando cada una de ellas “todo poder, jurisdicción y
derecho” que no hubieran delegado expresamente a las Provincias Unidas
(territorio del antiguo virreinato del Río de la Plata). De allí que pudieran
tener su propia constitución y gobierno, levantar su propio ejército, legislar
sobre aspectos económicos y comerciar libremente, rompiendo el monopolio
portuario de Buenos Aires. El objetivo de la revolución era la soberanía
particular de los pueblos. Luchaban para destruir la tiranía en América, y no
permitirían que el dominio español fuera sustituido por ningún otro, aludiendo
al gobierno de Buenos Aires. Se expresaban así las discrepancias que habían
comenzado en octubre de 1811 cuando Buenos Aires firmara un armisticio con
Montevideo, que devolvió la Banda Oriental al dominio español y obligó a muchos
orientales a abandonar el territorio.
El artiguismo
reconocía el derecho de los pueblos a constituirse en provincias y proclamaba
que la unión, para ser firme y duradera, debía edificarse a partir del
reconocimiento de las soberanías particulares. Estos planteos encontraron eco
en otras provincias, y el artiguismo extendió su influencia a la margen
occidental del Uruguay: Entre Ríos y Corrientes en 1814 y Santa Fe, Córdoba y
Misiones en 1815.
Reforma Agraria
El proyecto
artiguista fue profundizándose en la interacción del caudillo con las masas. José
Pedro Barrán sostuvo que éste fue el “conductor
y el conducido…no el pastor de un rebaño, pues el protagonismo en ocasiones
esenciales, en giros decisivos de la revolución, fue asumido directamente por
la sociedad oriental, y desde 1815, por su sector mayoritario, las `clases
bajas”.
El “Reglamento Provisorio para Fomento de la
Campaña y Seguridad de sus Hacendados” es un ejemplo de esa relación con
quienes lo sostendrán hasta el final, “las clases bajas”. No era una
declaración doctrinaria de buenas intenciones, sino un plan de acción que
consolidara la base social de la revolución, levantara la producción pecuaria para
enfrentar los destrozos de cuatro años de guerra mediante el fomento del rodeo
y no la simple matanza del ganado para obtener el cuero, persiguiera
policialmente el abigeato y la arriada de ganado a Brasil, asentara a miles de
paisanos dando satisfacción a la demanda de tierras, y atendiera la justicia
social, para que “los más infelices
fueran los más privilegiados”.
Se establecen condiciones
claras para cumplir una vez que le fuera concedida la suerte de estancia de legua
y media de frente y dos de fondo al donatario, para que en un plazo de dos
meses construyera rancho y dos corrales, extensible por un mes más, bajo
apercibimiento de perder la donación en caso contrario. Y se prohíbe enajenar,
vender la suerte de estancia o contraer deudas sobre ella, como forma de evitar
que se repita el proceso de concentración latifundista, hasta que la Provincia
pueda darse un ordenamiento final.
Como era un
instrumento revolucionario concreto el Reglamento establece que la tierra a
repartir será la de los malos europeos y peores americanos, es decir los
enemigos de la Revolución, dado que debe velar por mantener en el bando
patriota a los grandes hacendados que lo integraban. A la vez que entrega la
aplicación del reparto al Cabildo de Montevideo (en la figura del Alcalde
Provincial y de tres sub-tenientes designados por él), donde predominan los
intereses de aquellos, sumado a las medidas de contención policial contra los
vagabundos, malhechores y desertores.
Los grandes
hacendados, saladeristas y comerciantes intentarán retrasar y desfigurar la
aplicación y sentido del Reglamento. Esto genera que en las zonas donde la
confrontación por la tierra es más aguda se produzcan repartos de hecho por
varios oficiales artiguistas esperando la confirmación formal, confrontando con
los grandes hacendados y sus representantes políticos.
Encarnación Benítez
El Cabildo
Gobernador de Montevideo se convierte en la punta de lanza contra el reparto de
tierras. Por ejemplo, solicitando a Artigas que intervenga para detener a
Encarnación Benítez, jefe artiguista iletrado y “pardo”, al que se lo acusa de
que, al mando de 5 partidas (compuestas por supuestos vagos o desertores), “atraviesa los campos, destroza las
haciendas, desola las poblaciones, aterra al vecino, y distribuye ganados a su
arbitrio”.
Encarnación, en
oficio a Artigas, acusa a los “Bellacones”
de insultar impunemente a quienes pusieron “el
pecho a las balas” mientras éstos estaban entregados a sus intereses
personales, a la vez que advierte que el clamor general es “nosotros hemos defendido la Patria y las haciendas de la campaña,
hemos perdido cuanto teníamos, hemos expuesto nuestras vidas por la estabilidad
y permanencia de las cosas,… (Pero)…son ellos los que ganan y nosotros los que
perdemos. Lo cual puede dar “margen a
otra revolución peor que la primera”.
Artigas, ante esta
situación, contesta al Cabildo respaldando a Encarnación, restándole crédito a las “denuncias” del
mismo, porque el segundo no tiene más que “12
hombres, como podrá formar esas cinco Partidas q. e inundando los campos hagan
en ellos estragos indecibles. (…) Acaso hablando en la presencia de Vuestra Señoría, como en la mía, no lo
hallaría tan digno de Vituperio”. A la vez, a dos meses de dictado el
Reglamento Provisorio, le recrimina al Cabildo que si el tema de Benítez es el
motivo de los retrasos en su aplicación se lo “reduzca” a las funciones militares y salga de una vez el Señor
Alcalde Provincial a “llenar su comisión”,
de forma de lograr que “sin tanto estrépito (se recojan) frutos saludables”.
Conciente de que la
aplicación del Reglamento era la única forma de parar con la explotación
anárquica del recurso económico más importante de la Provincia Oriental , el vacuno, ya que
“cada Paysano y los mismos Vecino no
hacen mas que destrosar: que poco zelosos del bien publico no tratan Sino de su
Subsistencia personal, y aprovechandose del poco zelo dela campaña destrosan á
Su Satisfacción”, conmina al Cabildo a que “ponga en planta el proyecto (el Reglamento), y dando al S.or Alcalde Provincial la Partida de 16 ó 18 hombres que
me pide con fecha quatro del Corriente Salga inmediatamente á Correr Su
jurisdicción”.
Artigas es peligroso
Artigas ha pasado a
ser peligroso para los poderosos del bando patriota. Para ellos la Revolución había concluido, y las masas debían asumir su
papel subordinado, en el marco de las estructuras del latifundio, el saladero,
y la exportación de cueros y tasajo como base material de su dominio, así como
la exclusión en la política y en la dirección del territorio.
Buena parte del
paisanaje, de los pequeños y medianos hacendados, de los ocupantes de tierras
habían demostrado su intención de hacer realidad los ideales igualitarios que
la Revolución había despertado o promovido, tanto políticos como económicos. Y
el caudillo se puso al frente de ellos.
Una vez comenzada
la invasión portuguesa las clases
acomodadas vieron al Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarves como la única
opción de orden social y respeto a la propiedad. Mientras que para el
Directorio de Buenos Aires era imperativo terminar con la influencia federal
artiguista, cuestionadora de su política de subordinación a los intereses de la
oligarquía residente en dicha ciudad.
Al momento de
conocerse la proximidad del ejército comandado por Carlos Federico Lecor, en
1817, el Cabildo de Montevideo resuelve solicitar “la protección de las armas de Su Majestad Fidelísima”, y envía a
una delegación para ofrecer la entrega de la ciudad. La que estaba integrada
por Francisco Javier de Viana, Agustín Viana (ambos latifundistas) y Dámaso
Antonio Larrañaga.
El 20 de enero
Lecor entraba en Montevideo. Jerónimo Pío Bianqui, miembro del Cabildo, le
expresaba: “El Exmo. Cabildo de esta
ciudad, por medio de su Síndico Procurador General, hace entrega de las llaves
de esta plaza a S.M. Fidelísima – que Dios la guarde - depositándola con satisfacción y placer en
manos de V.E.”.
El general
portugués mandó izar la bandera del Reino en todos los edificios públicos, en “medio de salvas y repiques de campanas,
mientras a su paso rivalizaban las señoras de las familias de ‘gente principal’
en el aplauso y el arrojar de ramilletes de flores…”.
Luego vino un largo
rosario de defecciones de varios jefes artiguistas. Rivera, a pesar de que
muchas veces es el más conocido de estas deserciones, es el último gran jefe
militar que acepta pasarse al bando portugués en 1820, aunque es el golpe de
gracia a los intereses artiguistas, que siendo fuertes en el litoral del río
Uruguay habían ido allí a buscar rearmar las fuerzas
Manuel Oribe, al
separarse de Artigas en 1817, sostuvo que no quería “servir a las órdenes de un tirano que, vencedor, reduciría el país a
la más feroz barbarie y, vencido, lo abandonaría al extranjero”. Juan
Antonio Lavalleja escribió a Carlos María de Alvear el 18 de julio de 1826: “El General que suscribe no puede menos que
tomar en agravio personal un parangón (con Artigas) que le degrada…”. Y
Rivera, dirá a Francisco Ramírez en junio de 1820: “…para que el restablecimiento del comercio tan deseado, no sea turbado
en lo sucesivo, es necesario disolver las fuerzas del general Artigas,
principio de donde emanarán los bienes generales y particulares de todas las
provincias, al mismo tiempo que será salvada la humanidad de su más sanguinario
perseguidor. Los monumentos de su ferocidad existen en todo este territorio…”.
Los paisanos
pobres, los donatarios artiguistas, los indios, seguían viendo a Artigas como
el único factor de “igualdad”, de acceso a la tierra, de dignidad en una
sociedad tan jerarquizada. No lo demostraron con proclamas, sino apegándose a
la resistencia de la montonera contra un ejército de línea, con una oficialidad
formada en las guerras europeas y una cruda superioridad de armamentos.
Es en ellos que el
caudillo va a encontrar “más resignación, más constancia y
consecuencia” en la defensa
de la revolución.